EL ZULO
Mª Victoria Quintero Vázquez | CENICIENTA

La tenue luz de la luna entraba por la entornada ventana sin apenas hacerse notar, como un tímido espectro dejaba en su recorrido, un halo de nítida niebla blanquecina reflejada sobre la piel pálida de un cuerpo joven y terso recostado sobre aquella cama de ondulados tubos de bronce.
Un firme ruido de pasos se intuía tras la puerta de la pequeña estancia, venían acompañados de voces graves y desconocidas, palabras en un idioma extraño que hicieron estremecer aquel bello y frágil cuerpo casi cadavérico. Tras unos instantes de maléfica intriga aparecieron las luces cegadoras de unas linternas empuñadas por diferentes manos vestidas de cuero negro brillante, no podía vislumbrar nada a su alrededor y ante la confusa situación se vio de pronto envuelta en unas ásperas telas, colgando las piernas y amordazada la cara, los sordos gritos no pudieron salir de su boca entreabierta, ante una impotencia que no la dejaba respirar, el desbaratado pataleo la llevo al éxtasis de sus fuerzas llegando al desvanecimiento.
La húmeda sensación bajo su espalda hizo que recobrara el conocimiento. Temblorosa, fría, apenas sin fuerzas, con el rostro desencajado y apesadumbrada no podía ni siquiera girar la cabeza para ver donde se encontraba, tuvieron que pasar unos instantes para que con esfuerzo consiguiera acomodar la mirada y ver a su alrededor.
Estaba sola, sobre unos sacos de hebra con algunas lámparas de gas colgadas de unos maderos y un cuenco lleno de herrumbre que contenía un poco de agua, al verlo las náuseas se apoderaron de su estómago y sin poder controlarlo un amargo y verdoso liquido brotó en cascada por su boca, dejándola aún más débil y abatida, restregando la frente hacia la frialdad de un suelo repulsivo reapareciéndose en el aturdimiento.
Sin distinguir el tiempo, el espacio, la noche o el día empezó a tener la leve conciencia de su final, sus respiraciones eran cortas y jadeantes, leves y exasperadas en tiempos, se miraba la mano amoratada, inmóvil y sucumbida a la tela situada bajo su cuerpo. La visión se le volvió blanquecina, sintiéndose flotar entre la nada, casi como en un placentero abandono, lo más parecido a sumergirse en un profundo y deleitable sueño, sentía las palpitaciones de su pecho, cada vez más distanciadas y débiles, adormecidos los sentidos y el cuerpo emprendió a escuchar ruidos a lo lejos, manos que emergían de la nada, vida caliente que entraba por sus venas, golpes en el pecho, cantos de sirenas, luces de azul destellante con sabor a muerte en la boca, agonizante bamboleo que terminó con la luz cegadora de un cielo en ninguna parte.