El humo de la pipa salía a trompicones. A pesar de estar las ventanas abiertas, el olor a podredumbre se esparcía como un gas y se infiltraba por las tráqueas, provocando arcadas. Todos, menos Holmes, se intentaban tapar la boca. Dejaron de mirar el cadáver, los restos esparcidos del cuerpo, y se volvieron, en silencio, hacia Sherlock.
Era como si buscaran respuestas sin emitir ninguna pregunta. Él permanecía en silencio, dando rápidas y ávidas bocanadas a su pipa. Estaba lívido, no de ese lívido característico de Gran Bretaña, sino mucho más pálido de lo habitual; parecía un cirio a punto de fundirse. Dio un pequeño paso al frente, hacia los restos esparcidos por la habitación. Lo hizo lentamente, como si le costase, como si hubiera envejecido de repente decenas de años. Ante los ojos incrédulos que le miraban, pisó restos de sangre reseca y algún dedo mutilado. Sacó su lupa e inspeccionó, entre evidentes nauseas, los intestinos abiertos del muerto; había larvas y gusanos recorriéndolo. El famoso detective apenas aguantó unos segundos y se puso en pie. Buscó, con su mirada, a Watson. Pero este sólo le respondió con la misma incredulidad que el resto. Sin decir nada, Holmes salió de la habitación. Watson le siguió. Watson encontró a Holmes postrado ante el inodoro, vomitando, como si fuera un feligrés rindiendo tributo a la anorexia. Sus ojos estaban enrojecidos y llenos de lágrimas. Quedaba algún resto de bilis colgando entre los labios y había dejado caer su Pipa. Watson la recogió. La lavó y trató de devolvérsela. Pero Holmes ya se había marchado.
Le gustaría poder resolver ese crimen. Pero lo único que le venía a la cabeza es que había sido Jack el Destripador. ¿Pero quién era Jack? Sentía un enorme silencio como respuesta. Ante su pueril afirmación sobre Jack, se retrotrajo a su infancia, cuando afirmaba cosas obvias creyendo que eran grandes descubrimientos y sus compañeros se reían de él. Se sintió cansado. Su reputación estaba en juego. Pero no era sólo eso. Era algo mucho más profundo. Cogió el teléfono y buscó en la guía el número de Conan Doyle. Alguien, al otro lado de la línea, le expuso, con extrañeza, que su abuelo había muerto hace 90 años. Ambos guardaron silencio. El nieto del autor colgó, disculpándose. El personaje creyó comprender. Se sintió viejo. Pero eso no era lo peor. Se dio cuenta de que todas sus averiguaciones, a lo largo de tantísimos años, habían sido únicamente un préstamo, algo ajeno a él, que realmente carecía de talento, que era poco más que una entelequia, una pieza de museo, para que otros la contemplaran y se entretuvieran con él. Sintió su cuerpo torpe y pesado. Buscó su pipa y no la encontró. Se sentó en su sofá, junto a la ventana, y con mirada cansada y perdida cogió un libro, El sabueso de los Baskerville. Comenzó a leer, con bastante esfuerzo, y con los ojos vidriosos, como a punto de romperse.