ELEMENTAL, QUERIDO PADDINGTON
Yurena Rodriguez Torres | Lisa J. Granger

Al llegar a la casa de la familia Paddington esa calurosa mañana de agosto el detective James de la Vega examinó rápidamente la escena. Un bonito salón con chimenea, unas butacas con los cojines esparcidos por el suelo moteado y una mesa con tres tazones . Tras observar detenidamente el gran cuadro que presidía la pared entró en la habitación contigua, que albergaba tres camas y un viejo armario cuyas puertas apenas cerraban.
–¿Y bien, qué ha sucedido? –preguntó de nuevo en el salón.
El señor Paddington comenzó a hablar mientras retorcía las manos nerviosamente.
–Al volver a casa encontramos la puerta abierta y todo revuelto, alguien había entrado.
–¡Y las joyas que heredé de mi abuela no están en la caja fuerte! –interrumpió la señora Paddington.
–¡Y alguien se bebió mi leche! –gimoteó el pequeño de la familia.

En ese momento uno de los policías entró en el salón acompañado de la señora Mole, la vecina.
–Detective, esta anciana asegura haber visto a alguien salir por la puerta de atrás cuando pasaban dos minutos de las 10h.
–¡Efectivamente! Salí al patio a tender la colada y justo acababan de sonar las campanas de la iglesia de San Juan cuando la vi.
–¿A quién?
–A esa chiquilla, la de la cabellera rubia ensortijada, que vive al final de la calle.
El agente Bérnard se acercó entonces al detective.
–Señor, se trata de Ricitos de Oro, ya tiene antecedentes por allanamiento de morada, ¿Procedo a su detención?
El detective de la Vega, que ya es zorro viejo, lo frenó en seco y se quedó pensando. Miró a su alrededor de nuevo, y miró suspicazmente a la familia Paddington.
–¡Lo tengo! –exclamó de pronto–. ¡He resuelto el misterio!
–¿Ha resuelto el robo? –preguntó el señor Paddingnton.
–No, no he resuelto el robo, porqué no se trata de un robo, ¡esto es un fraude al seguro!

Sin mediar palabra se dirigió a la chimenea, trasteó la mano y extrajo un viejo cofre, que en su interior albergaba las joyas perdidas.
Los Paddington se dirigieron sendas miradas de incredulidad.
–¿Pero como lo ha sabido? –preguntó él.
–Elemental, querido Paddington. El tazón de leche tiene manchas del pintalabios de su señora, lo cuál me ha hecho sospechar que parte de la escena podría estar preparada.
Además, estamos a 30 grados, y el suelo delante de su chimenea está lleno de restos de hollín. Sus manos, que inútilmente ha querido esconder, tienen restos ennegrecidos, igual que la huella en el marco del cuadro detrás del cual se esconde la caja fuerte. Solo he tenido que seguir ese rastro hasta llegar al cofre que usted ladinamente escondió para así inculpar a la pobre Ricitos.
–¿Y cómo explica que yo la viera, detective? –preguntó desconcertada la señora Mole.
Sin mediar palabra James de la Vega entró en la habitación adyacente.
–Cuando entré antes pensé que era una bufanda que asomaba del armario, pero ahora todo encaja.
Volvió portando triunfalmente una larga y rizada peluca rubia.
–Señora Mole, usted no vio a Ricitos de Oro, le hicieron creer que la había visto. Agente Bérnard, póngale las esposas a los señores Paddington.