En cuanto puse un pie en el viejo autobús el olor a óxido me escoció en la garganta. Detrás de un rajado cristal, el conductor me devolvió el cambio con un gesto automático y una profunda mirada perdida cruzada por una antigua cicatriz mal curada. Estaba en el lugar correcto.
Con pocos asientos libres el silencio era atronador. Todos los pasajeros parecían absortos en una especie de trance. Busqué un asiento desde donde pudiera divisarlo todo y saqué la antigua libreta del tío Dante.
Ahí estaba el conductor, el primero:
“Conductor: José. Edad 57. Policía. Incapacitado tras accidente. Es el único que tiene registrado el ADN debido a su pasado en el cuerpo. Le llamaban ‘colibrí’, bonachón y cercano, era de los que hacían equipo”. No podía creer que estuviese hablando del autómata que me había dado el cambio.
“En su último día de servicio acudió a la llamada de un incendio en Bellavista. Al entrar, entre el fuego un hombre gritaba desconsolado ‘Eme’, el nombre de su hija según los vecinos. Al entrar en una de las habitaciones, José recibió un fuerte golpe en la cabeza. Una mujer joven comenzó a gritarle ‘¡dónde te has llevado a mi hija!’ mientras lo golpeaba con un tablón de madera y José cayó inconsciente.
Lo extraño es que no consta que el matrimonio tuviera ninguna hija. El caso fue cerrado, y a los pocos días José despertó del coma, había perdido la capacidad de hablar. Le concedieron la incapacidad y no se volvió a saber de él.”
Anochecía y dos adentrábamos en una carretera de campo. Volví a centrarme en la libreta de Dante, ¿por qué habría dejado el caso con tantos hilos de dónde tirar?
Repasando a los pasajeros me sorprendió la pulsera azul del hombre al otro lado del pasillo, era la misma que me pusieron en el hospital tras el accidente, parecía que acabara de salir de allí. En la libreta había una descripción que cuadraba perfectamente con él:
“Iván Manonegra. Edad 40 años. Pastor. Ingresado en el El Clínico por brote psicótico. Desaparecido desde a los 7 meses de ingreso.
Manonegra había sido el último pastor de su villa, oficio que se extinguió cuando ingresó en el nosocomio. Unos senderistas lo encontraron gritando desquiciado en el fondo de un remoto pozo natural. En el helicóptero de rescate no paraba de gritar ‘¡necesita ayuda, es solo una niña, se llama Eme!’. Por supuesto no había ninguna niña. Todo indica a que saltó, pero por los arañazos en las paredes descartan el suicidio.”
El bocinazo de una sirena me sacó de mi lectura. El autobús se detuvo, y todos, incluido el conductor, bajaron. Cruzando la carreta había una vieja fábrica donde iban entrando en riguroso orden.
Una anciana parecía estar oficiando una especie de misa. Decidí entrar y mantenerme al fondo, pero en cuanto puse un pie dentro, todos, absolutamente todos, se giraron y se quedaron petrificados mirándome. La anciana gritó ‘por fin me has encontrado’.