En cuclillas, la espalda pegada a la pared, presta atención a cualquier ruido que le advierta de su llegada. Ahora, solo escucha su propio corazón desbocado. El miedo atroz que le produce siempre su llegada no es ahora nada en comparación a la rabia y el dolor. El dolor del cuerpo rígido, de las rodillas plegadas, el dolor del alma, el de las contusiones de la última paliza.
“¿Qué cojones haces?” Se vuelve a sentar en el borde de la cama de espaldas a él y cierra los ojos. Desnuda, siente el frío de la habitación helada y el frío aún más helado en sus entrañas. “Tú no te mueves hasta que yo diga”. Nada de “puta”, “estás loca” o “te voy a partir la boca” esta vez. Por un segundo cree que se va a librar, hasta que siente su mano que la agarra por el pelo, la derecha, la mutilada por la cosechadora- lástima que no se la llevara entera, hijo puta- y tira de ella hasta aplastarla de nuevo sobre la cama. “Ni para follarte vales”. Pero la folla, con violencia, soltando mierda. De golpe se detiene, evitando sus ojos. Ella siente el miembro flácido, impotente, vencido. Trata de escapar de debajo de él, porque sabe lo que vendrá después, sabe que no le perdonará su propio fracaso. Y no lo hace. Ya no sabe en qué orden llegaron los golpes, pero fueron muchos. Serán también los últimos, se jura. Por eso no suplica.
Lo primero que oye es un crujir de cristales. Luego la voz pastosa, llamándola. Ella se hace diminuta, la cabeza contra lo que queda del muro, conteniendo la respiración y el grito. Cuando le ve aparecer, por su derecha, busca en ella la rabia, pero ahora solo encuentra el miedo. Hasta que él, intuyéndola, se gira. Tarda dos segundos en entender lo que está a punto de pasar, los mismos que ella en encontrar la rabia. Y entonces, dispara y grita, vaciando cargador y dolor. Cuando llega el silencio, en el suelo. Muerto. Es extraño, no siente alivio ni culpa, ¡nada! Con el fusil empuñado va hacia el hueco dónde hace apenas unos días hubo una puerta. Pasa por encima del hombre, ni siquiera le mira, no existe, muerto, asunto liquidado.
Ya afuera, ante el espectáculo devastador de las casas en escombros, de los tejados carbonizados y del silencio de la ciudad asolada, se para un instante, inspira una gran bocanada antes de continuar hasta lo que era el campo de fútbol antes de que sirviera para librar otras batallas.
El soldado lleva dos días muerto, al lado de un cráter de obús, boca abajo. Lleva un número grabado en el casco. 41. Svitlana no lo olvidará. Su número de la suerte. El de ella, el del soldado no, piensa, mientras coloca de nuevo el rifle Malyuck bajo el brazo del chico. Ni se molesta en limpiarlo, esto es una puta guerra.
¡A quién va a interesarle un muerto más!