El inspector Rodríguez estaba sentado frente a un café negro y denso como el petróleo, giraba la cucharilla provocando un remolino cuando recibió un mensaje que decía:
Herido de arma blanca cerca de su posición. Servicios médicos en camino.
La dirección escrita a continuación confirmaba que estaba a escasos metros del lugar.
Se tomó el café con calma. Dejó dos monedas encima de la barra y se marchó sin despedirse.
Cuando pasaba tiempo sin cortarse el pelo se formaba una masa densa en su cabeza que unida a su piel grisácea y sus ojeras le daba un aspecto temerario. En la calle hacía frío, se cerró las solapas de la gabardina y se cagó en su puta vida, como solía hacer. Lo más que había hecho con su arma había sido disparar al aire, pero estaba dispuesto a utilizarla si se encontraba en problemas.
Estaba de vuelta y media de todo. Nada le sorprendía. No tenía fe en el ser humano. Creía conocer las miserias propias y las de los demás.
Tras subir una pequeña cuesta se encontró en la puerta de un restaurante con el cierre a media altura. Pasó a su interior agachando la cabeza. Todo estaba en calma. La luz entraba por la cristalera iluminando la mitad izquierda del local y dejando la otra mitad en penumbra. Las sillas estaban sobre las mesas para poder limpiar el suelo, salvo dos mesas al fondo.
En la mesa de la izquierda, iluminada por la luz blanca del sol, había un chico grande con la mano apoyada sobre la mesa, un cuchillo clavado en el centro la atravesaba. Pese lo aparatoso de la escena apenas había sangre. El cuchillo había entrado limpiamente entre los huesos y se había clavado firmemente en la mesa.
Al otro lado, en la penumbra, había otro chico, delgado, pálido, derrumbado sobre una silla, con el codo apoyado en la mesa y la mano sosteniendo la cabeza.
Entre ambas mesas, de pie, como si fuese un juez, había una chica grande, de tez oscura, el pelo recogido y una cinta en lo alto de la frente, con ojos grandes y mirada limpia. Apoyaba sus manos sobre el palo de una escoba.
Comenzó a hablar atropelladamente el que tenía la mano atravesada por el cuchillo. No hacía otra cosa que defender a su agresor. Ha sido culpa mía, llevo días tocándole los cojones y ha pasado lo que tenía que pasar. Me lo tengo merecido. Básicamente ese era su discurso, que repetía sin parar.
El agresor, hundido, no se inmutaba.
El inspector escrutó a la chica, que confirmó la versión con la mirada.
Llegaron los servicios médicos. El inspector, viendo que todo estaba controlado, se despidió de los presentes elevando levemente la barbilla.
Normalmente la gente echaba la culpa a los demás, era un milagro ver a alguien reconociendo su propio error.
Cerró las solapas de la gabardina y se dibujó en su cara una mueca grotesca parecida a una sonrisa.