Siente el cosquilleo de las gotas de sudor cayendo por su espalda. Su pecho agitado por la respiración. Lleva corriendo siete kilómetros entre jaras y encinas. El sonido del agua del río se entremezcla con el cascabeleo de las hojas de los chopos que lo bordean. Se aproxima hasta la orilla. El agua está fresquita. Amelia lo agradece. Observa a su alrededor. Quiere que no haya nadie. Algún cabrero, de los pocos que quedan ya por la zona, podría estar descansando entre las enormes rocas que se agolpan alrededor de ella. No escucha los cencerros de las cabras, ni las ramas desquebrajarse bajo sus pezuñas.
Se despoja de la ropa, permitiendo que la piel se empape del sol de esta mañana de principios de junio. La cicatriz en el vientre bajo la recuerda la detención de un afamado narcotraficante. Suspira. Introduce los pies en el agua. Uno de ellos resbala ligeramente provocando que se tenga que agarrar a una de las plantas que nace en el borde del río. Echa a nadar. Siente su cuerpo desnudo estremecerse con cada brazada que da. Las piernas se estiran con ligereza permitiendo que el pubis se abra sin pudor. Introduce la cabeza bajo el agua. Observa el cieno que reposa sobre las piedras del fondo del río. Se remueve. Bucea durante varios segundos. Gira su cuerpo y lo expone al sol. El agua vuelve a reposar. Tumbada sobre la superficie, siente como pequeños pececillos se agolpan entorno a las pieles muertas de sus pies. Algo la roza el gemelo. Instintivamente se gira sobre sí misma. Supone que habrá sido alguna rama muerta de un árbol que circula con la leve corriente del río. También podría ser alguna culebra de agua. Eso la hace menos gracia. Lo vuelve a sentir. Parecen varias ramas. Con su mano intenta quitárselas. Las golpea. No son ramas. Repite el gesto. Ya no están. Su pecho se ha vuelto a agitar. La respiración hace eco entre el silencio que envuelve el lugar. Con cierto recelo se sumerge bajo el agua. Abre los ojos con fuerza, dilatando sus pupilas. ¡Quizá no ha sido buena idea! Intenta nadar. Una de sus piernas se queda enganchada. Trata de soltarla, pero la mirada fija y perdida, de unos ojos inertes que parecen vigilar el fondo del río, la frenan en seco. Un grito ahogado sale de su garganta. Quiere huir. No puede. El miedo y aquello que sea que se ha enganchado a su pierna la impide salir a la superficie. Bracea con fuerza mientras siente como los pulmones se vacían de oxígeno. Sus movimientos cada vez son menos impetuosos, lentos. Alguna triste burbuja aún se escapa de su boca en el momento en el que Amelia es liberada. A duras penas consigue llegar hasta la orilla del río, dónde una cabra la observa con cierto estupor.