En las fotografías aparecía la víctima número quince. Una chica preciosa, de veinte años. Había sido decapitada y su cuerpo, envuelto en una sábana azul brillante, había sido depositado a doscientos metros de distancias del lugar donde se había encontrado la cabeza. Siempre el mismo modus operandi. El rostro de la chica mantenía una de las características por la cual le habían puesto el apodo al macabro asesino: dos monedas de bronce pegadas en los ojos y una oculta bajo la lengua, por ello, aquel monstruo, ya era conocido como “el barquero”. Los cuerpos siempre eran encontrados en la orilla del río, muy cerca del agua, normalmente con el pie izquierdo, siempre en contacto con ella.
El inspector Palacios estaba cansado, había sido un día duro. Nunca se iba a acostumbrar a mirar esas fotografías. Podía haber sido su hija la pobre chica asesinada, le daba vueltas una y otra vez, le atormentaba la idea. Una maldita bestia sin alma, le estaba quitando el sueño. Quería darle caza, quería partirlo en mil pedazos y enterrarlo en lo más profundo del puto infierno. Un animal así no tenía derecho ni a respirar. Por ello, no cerraba sus ojos, ni caía rendido por el sueño, no podía pegar ojo, y eso, se le notaba en su rostro.
—Palacios, amigo, ¿no te vas a casa?, ha sido un día largo y seguro que tu mujer te querrá tener allí— le dijo el subinspector Olmedo a su compañero.
A lo que Palacios, cogiendo la foto de la chica y con la mirada perdida, le contestó:
—Su madre se llama Marina. Esa chica de las fotos, era su única hija y un malnacido, que todavía no hemos encontrado, se la ha arrebatado de sus manos. Esa mujer está muerta en vida, y te puedo asegurar, que mi mujer es consciente de ello y de que tenemos una hija también de su edad. Ella sabe que es mi trabajo detenerlo y por eso, hoy cenará, le dará las buenas noches a mi hija y tratará de descansar tranquila, porque sabe que su marido, no va a parar hasta meter a ese pedazo de mierda entre rejas. Así que, buenas noches amigo y descansa tú que puedes.
Olmedo se quedó algo contrariado con la respuesta, pero entendía la forma de proceder de su compañero. Él era soltero, sin familia que cuidar, y aquel hombre de rostro cansado, que se mantenía firme en su silla, tenía mucho que perder. En cierto modo, él hubiera hecho lo mismo de encontrarse en su situación.
—Buenas noches Palacio, pero te aseguro que se trabaja mejor después de haber descansado en una cama— respondió Olmedo de forma calmada a su compañero mientras se marchaba por el pasillo.
—Descansaré cuando pueda mirar a los ojos de ese malnacido, y te aseguro que no pararé hasta encontrarlo.
En ese instante, una llamada de teléfono, sobresaltó a ambos agentes. Palacios lo descolgó rápidamente y sorprendido, escuchó a su mujer totalmente alterada, gritando: —¡Mi niña!