Lo que descubre Maese Colompio al llegar al lugar de los hechos, le deja perplejo: una lanza rota en el suelo, una celada ensangrentada, dos guantabrazos quebrados en infinitas migajas, un ristre hecho añicos, así como un peto, un guantelete y otros pedazos de armadura que corrieron misma aciaga suerte.
Su olfato de sabueso (con pedigrí), parece congestionado. No sabe que rumbo tomar para emprender las pesquisas que arrojen algo de luz sobre esta tupida realidad. Sabe por experiencia que, en ocasiones, las soluciones toman un atajo, mas casi siempre, se pierden en enrevesados laberintos.
El viento sopla con fuerza, con un gélido desdén entre sus dedos. En este lugar de la Mancha el invierno te cala los huesos… los huesos del alma. Con la mirada llorona, se sube el gabán más al norte del cuello, pretendiendo aportar algo de calor a sus maltrechas orejas.
En un margen del camino divisa un caballo. Yace semioculto entre unos arbustos. Parece marchito, aunque aferrado a sus últimas primaveras. Alguien llora junto a él, hendido en lo más hondo del dolor, arrodillado en el duelo.
Maese Colompio lo considera un testigo. Quizás el único, que pueda ponerle ojos a su incipiente ceguera.
Se aproxima hacia él. Ambos hombres se miran, con diferente estatura de sorpresa, con antónimas viceversas. Su involuntario cómplice, con quién cuenta para resolver este extraño caso, farfulla algo entre los dientes del silencio:
-¡Pardiez! ¡Cuán razón tenía vuesa merced!… ¡eran gigantes!