En un prado verde, a la vista de todo y de todos, yacía el cadáver de una mujer.
Lo rodeaban muchos, todos con caras tristes y murmurando «se veía venir» o
«se lo andaba buscando». A unos metros un investigador fumaba su cigarro melancólico, preguntándose si él sería el siguiente. Sus famélicos asistentes, ansiosos por ganarse el pan, se encaramaban unos sobre los otros para ser los primeros en encontrar la pista que los llevaría a la fama. En un rincón, una nonagenaria lloraba desconsoladamente apartando la mirada de la escena. Se escuchaban las risas de los niños jugando a lo
lejos, ajenos a la tragedia que allí había acontecido.
—Íntimos, sí, señores, éramos íntimos —respondía ante la prensa un escritorzuelo— pero yo jamás, jamás de los jamases…
—No me puedo creer que aún hubiera a quien le gustaba —susurró asqueado uno de los reporteros— si ya hace años que parecía muerta.
—Otro embaucador intentando sacar tajada —le respondió su compañero— no te dejes engañar por su palabrería, lo único que quiere es el dinero.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó de pronto la víctima.
Una chica parecida a la víctima, al menos. Era como si la muerte la hubiera rejuvenecido, embellecido y empoderado. Relucía bajo el sol veraniego y atraía todas las miradas mientras avanzaba entre la multitud.
—Yo creía que… —Dijo el escritorzuelo, con lágrimas en los ojos.
—Oh, querido, no llores, estoy aquí, para ti, para todos.
Los demás oyentes se apresuraron a acercarse y hubo una marabunta de preguntas, seguida de una marabunta de evasivas, y pronto todos se fueron.
En el prado sólo quedó la nonagenaria, aún llorando en su rincón, aún sin atreverse a mirar, y el investigador, fumando su cigarro melancólico. Con la muchedumbre se había ido el sol, y la hierba verde se fue volviendo gris poco a poco. Tirado a la vista de
unos pocos seguía el cuerpo de la mujer, tan vieja como la recordaban, con sus ojos blancos y ciegos aún abiertos y una leve sonrisa en los labios.
—Otro día quizás haría la vista gorda —dijo el investigador— pero esto ha ido demasiado lejos.
—Reconozco que a veces la quería muerta —la voz de la anciana era un hilillo tembloroso— la quería muerta de tanto que la quería. Era la única que la quería, la única que la conocía, aunque todos esos dirían lo mismo sin pensarlo dos veces, sin entender lo que significaba amarla, creyendo que era su propiedad o su perrito faldero. Reconozco que la quería muerta antes que en sus manos, pero yo no lo hice. Era todo lo que tenía.
—Se llamaba Poesía —dijo el hombre entre calada y calada—. ¿Tú eres su hija, me equivoco?
—¿Usted no?