Una llamada, solo una maldita llamada basta para que tu vida se desmorone por completo, o por lo menos para mí, una llamada, veinte segundos, seis palabras: no la busques, ya no está.
No sé cómo, cuándo, dónde, ni por qué y mucho menos quién, pero de algo estaba segura, esto solo acababa de empezar. Me levanté de aquel horrible escritorio que me condenaba cada día y me dirigí al despacho del comisario para contarle lo que acababa de ocurrir.
-Hola amor, me acaban de hacer una llamada muy extraña, y necesito los casos abiertos sobre personas desaparecidas.
– Claro, ahora mismo le digo a Pablo que los imprima y te los dé, pero oye, ¿Qué ha pasado? Obviamente empecé a contárselo todo, además de mi jefe era mi marido, empezó a interesarse cada vez más en la llamada o en si tenía alguna pista, no le di importancia, era bastante común que él tratara de ayudarme. Después de horas de investigación, sin resultados pensé que todo podría ser una broma de mal gusto ya que no habíamos podido relacionar esa llamada con ningún caso abierto, pero había algo que me seguía retumbando, ¿por qué ?
Una vez en casa, todo parecía normal, menos una cosa, ella no estaba ahí, fue cuando me di cuenta de aquella horrible frase: no la busques……
No se trataba de un caso abierto, se trataba de mi pequeña. Como una loca empecé a llamar a todos los lugares y personas que pasaban por mi cabeza, rezando para que ella estuviese en casa de algún amigo o familiar, pero nadie me cogía el teléfono, lo que provocaba que aquella horrible frase resonase cada vez más fuerte.
Después de lo que para mi fue una eternidad llego el, mi marido, el gran jefe de comisarios, el honorable, el caballeroso, el amoroso, el padre del año. Estaba tan contento y con una gran sonrisa mientras se frotaba sus genitales, se dirigió a mi, me abrazó con todas sus fuerzas y me susurró al oído: tenía que hacerlo, ya era mayor y sabía demasiado, no pude evitarlo, no puedo permitir que ella me quite lo que más quiero, pero tranquila que antes de irse lo pasamos bien, casi se fue con una sonrisa.
Una cosa era lo que me hacía a mi, con esas caricias amargas descubriendo amaneceres, pero otra muy distinta era esto. -Por eso, cuando por fin se alejó, lo hice, le empuje por aquella ventana. Cogí mis cosas y baje a asegurarme de que aquel maldito exhalara su último aliento.
Sé lo que pensaba cuando su mirada trataba de esconder lo que mis recuerdos ya no podían callar. Y no señoría, no me arrepiento de nada, ya no tengo miedo, ya lo he perdido todo, solo me tengo a mi, y aunque mi libertad es amarga, es libertad, incluso entre estas paredes.
No sé quién ni porque llamo aquel día, pero de algo estoy segura, el no estaba solo.