El encargado fatigaba tenazmente el desconchado suelo ceniciento. En la sala solo se oía la danza infinita de las teclas (tactactactactac) salpicada por los carraspeos de las palancas de retorno y los golpes secos de los carros volviendo al origen.
De vez en cuando se paraba delante de cualquier mesa, arrancaba un folio de la máquina de escribir y deslizaba sus ojos por la maraña alfabética con precisión militar.
– Pues nada, otro para la papelera, se repitió con fastidio.
Los mecanógrafos se afanaban en su rutina, desnudos en las sillas. A veces se cruzaban miradas de inteligencia y alguno, más atrevido, le atizaba un sopapo en la nuca al encargado.
– ¡Te quieres estar quieto de una puta vez, Marcel! ¡Pareces idiota!
Pero su enfado era fingido. Tras tantos años juntos, le profesaba a todo su equipo un cariño que trascendía lo profesional. Por eso tampoco reaccionó mal cuando Zira y Marcel (¡siempre él!) empezaron a retozar sobre una mesa vacía. Sus manos deletrearon algunas caricias apresuradas, sus labios apenas se encontraron. La ausencia de ropa facilitó la rapidez del coito, abrupto y salvaje.
– Siempre están igual, qué vitalidad…, musitó con un poco de envidia.
El tableteo arrítmico inundaba cada centímetro cúbico del aire. El encargado seguía en su laberinto infinito de arrancar y tirar, arrancar y tirar, arrancar y tirar. Cuando ya estaba a punto de marcharse, se topó con esta línea casi al final de una hoja arrugada:
gjñ Putforthx thy hand4 reaPch at the glorious Xgold1% ls0
El encargado se rascó la cabeza mientras observaba atentamente la hoja.
– Pues al final no se ha dado mal el día, masculló.
Cerró la puerta tras de sí, apresando el denso olor a selva y ahogando el rumor de algunos aullidos simiescos.