ENTRE CLAVOS Y RENCORES
Luciana Spinetto | L. R. Maristella

Revolvía un viejo cajón lleno de cualquier cosa menos de lo que buscaba. De pronto le pareció oír algo. Miró a su alrededor; nadie. Otra vez. Una electricidad glacial recorrió su espalda. Entonces lo vio, camuflado entre todos los otros objetos. Lo tomó y, sin reparar en el arrastre de unos zapatos a pocos metros, se encaminó hacia el mostrador.

Roberto era un joven policía que anhelaba ser detective. Ese día, al fin, le habían encargado un caso de asesinato. No le importaba que la única razón fuera que no quedaba nadie más. Plenas vacaciones de verano, en Buenos Aires solo estaban él y algún perro callejero.
En la escena del crimen lo recibió un río carmesí proveniente del mostrador. El cuerpo de la sexagenaria mujer reposaba sobre él, con una pequeña tijera clavada en su cuello y una perilla de horno aferrada en una mano.
De regreso en la comisaría, lo más difícil fue escribir el listado de sospechosos: media docena de vecinos, toda su familia (excepto su hijo), dos exesposos y varios clientes. “Se mantuvo ocupada la señora…”, rio entre dientes.
Comenzó buscando pistas en las fotos, sin embargo, ninguna se dignó a decirle algo valioso. Frustrado y viendo los cristales de su sueño desperdigados, oyó un comentario sobre lo desordenado y lleno de polvo que estaba el local de la ferretera. Algo en su cerebro titiló. Movió las fotografías hasta que apareció la que mostraba la ventanita del fondo. Sí, en el borde inferior había un claro en medio del desierto de polvareda. Alguien lo había limpiado con sus ropas al pasar. Era evidente que esta solo podría ser atravesada por un niño o un adulto muy pequeño. Los rostros de los vecinos que había entrevistado desfilaron por su mente hasta detenerse en uno.
—Estás en pedo, Beto —Se mofó su compañero, revolviendo entre los dientes un pedazo de medialuna que amenazaba con aterrizar sobre su camisa mal planchada—. Ese enano apenas puede subirse a un bondi, mirá que va a matar a una vieja que lo triplica en peso. —Estalló en carcajadas. La medialuna, cada vez más decidida a suicidarse. Roberto lo miró con furia, decidido a hacerlo atragantarse con la próxima.
Por horas, interrogó sin éxito al hombrecito. Ofuscado, salió de la sala para servirse un café. Miraba el negro líquido que iba llenando la taza, cuando de golpe una idea saltó sobre él… Las pulsaciones se le dispararon mientras corría para llamar al forense.
—¿En qué ángulo estaba la tijera clavada en el cuello? —escupió después de oír la voz del médico del otro lado.
De ahí en más todo fue más fácil. Con las pruebas que avalaban su hipótesis, su acusado no tardó en escupir el rencor que anegaba su alma desde hacía demasiado tiempo.
Roberto sonrió. La medialuna, esta vez, sería su aliada.