Abrieron la puerta y la escena del crimen les devolvió la mirada, desafiante.
Dos cuerpos pálidos descansaban sobre el suelo, sin evidentes signos de violencia.
—Revisa tú aquél —indicó el agente Morán a su compañero—. Yo revisaré éste.
El agente González asintió y se acercó al cuerpo más alejado. Al igual que el otro, se encontraba despojado de vestimenta. González encontró tatuajes, pero ningún pulso.
—No era una llamada falsa —concluyó Morán, tras comprobar el deceso de la otra víctima.
—Revisemos la escena —sugirió González—. Luego llamaremos a la Judicial.
Morán examinó los cuerpos, mientras González inspeccionaba la nave. Además de varios panfletos regados por el suelo —restaurantes, un concurso de pintura abstracta, una discoteca—, el agente no encontró nada útil.
Morán, al contrario, sí hizo un descubrimiento.
—Mira esto —llamó a su compañero, el cual posó la mirada en el punto rojo al que señalaba Morán en el brazo del cadáver.
—Un agujero de venopunción.
Morán asintió. —Los dos cuerpos los tienen. Al parecer, les han drenado la sangre.
González tocó el agujero con su dedo enguantado.
—Felipe… esto ha sido reciente.
Fue entonces que Morán encontró algo más. Entre el puño cerrado del cadáver asomaba una esquina de papel. —Ayúdame a sacarlo —pidió a su compañero.
Los agentes observaron el trozo de papel, que contenía una frase a medio escribir con sangre.
—«Eran pi…» —leyó González, hasta donde llegaba la escritura.
—Quizá quiso identificar a los asesinos —dedujo Morán—. Se habrá desmayado antes de terminar.
González guardó la evidencia para la Científica.
–«Eran pi…» —continuó Morán, perplejo—. ¿Pi…pirómanos?
—Quizá eran pintores —sugirió González, recordando el panfleto del suelo.
—No estoy para bromas —reclamó Morán—. Salgamos, hay que dar el aviso.
Camino a la puerta, González divisó un destello metálico que no había visto antes: un barril escondido detrás de un armario. Al abrirlo, los agentes retrocedieron. Estaba lleno de sangre fresca.
—Volvamos al coche —dijo Morán, y se dirigió a la puerta. Al tratar de abrirla, vio que estaba trabada.
—Pero, ¿quién…? —empezó el agente, pero entonces vio a González de pie frente al barril.
—Esto es un barril de pintura, Felipe. —El agente había palidecido.
—Pero, ¿qué dices? —preguntó Morán, sin conseguir destrabar la puerta—. Es la sangre de las víctimas.
—Los cadáveres tenían tatuajes. —González miró a su compañero—. ¿Tú tienes tatuajes?
Morán negó con la cabeza. —¿Por qué lo preguntas?
—Yo tampoco. Ni tatuajes, ni cicatrices. Nunca me han intervenido. Mi piel está íntegra, como…. —González tomó en sus manos el panfleto del concurso de pintura—. Como un lienzo.
Los agentes nunca vieron las cámaras, que sí los veían a ellos. Para cuando olieron el gas, ya era demasiado tarde.
En el ático, los dos pintores alistaban sus herramientas mientras veían la pantalla.
—Calienta un poco el aire —sugirió uno de ellos, mientras preparaba los garfios para colgar—. Para que suden más. La pintura corre mejor sobre un lienzo húmedo.