ERICA
Rubi Giráldez González | Daemon

Despierto de una siesta intempestiva, necesaria pero rematadora, buscando de forma desesperada los restos de brebaje oscuro de la cafetera y la reconfortante presencia de mi hija. Pero la casa se encuentra en un sepulcral silencio que me remite a aquellos dolorosos meses tras la muerte de mi pareja. El chute de posos de café activa todas las zonas de alarma de mi cerebro y entremezclan visiones de mi hija con truculentas imágenes o recuerdos del acuciante caso en el que estoy inmerso y que tantas horas de sueño y energía me está arrebatando.
Un asesino en serie. Puede que el primero en la historia de esta, hasta el momento, apacible pequeña ciudad. Ya son cinco víctimas asesinadas con una brutalidad a la que nunca esperaba enfrentarme. Todas chicas jóvenes, de la edad de mi hija. La luz de sus rostros arrebatada a cuchilladas, dejándola ya solo presente en las fotografías que servirían para ilustrar la hoja de las necrológicas y los funerales. Estoy viendo una fotografía así en la mesilla de la entrada. Sé que está en plena época de exámenes y que se pasa más tiempo en la biblioteca que en casa; incluso unas horas de más aprovechándose de que en vacaciones trabaja de ayudante y siempre tiene una copia de las llaves. También es cierto que dejamos claro que el toque de queda debe cumplirlo con más razón la hija de un detective, y debería llamarme siempre con antelación para ir a recogerla. Al despertarme pude comprobar en la pantalla del teléfono móvil que pasaba de la hora acordada y que no tenía notificación alguna de llamadas ni mensajes.
Sé que hace ya un tiempo que el estrés me domina y está hablando y actuando por mi cuenta más veces de las que quiero. Pero eso deja paso al miedo cuando el móvil vibra al recibir una llamada. Es de mi compañera de trabajo. Al descolgar identifico su tono de verdadera gravedad.
“Tienes que venir a comisaría… Erica…”.
No sé si podía o quería completar la frase. Cuelgo para poder introducirme en el coche y arrancarlo en tiempo record. El nombre resuena por encima de todo sonido producido por mi automóvil o de los cláxones y chirriar de neumáticos evitando colisiones directas; me he olvidado de colocar la luz de emergencia.
Logro llegar de una pieza al edificio y mis pasos me dirigen a donde mi razón no quiere llegar. Pero en la morgue, el cuerpo que ya está examinando el forense no es el de mi hija.
Escucho la voz de mi compañera que me insta a acompañarla. Y lo hago con una asfixiante confusión que termina de golpearme cuando me hacen pasar a la sala de interrogatorios y descubro a Erica esposada.