Desde que entró en mi despacho, supe que esa mujer me iba a traer problemas. En su ropa ajustada me apremió con su mirada para que dejase de lado el caso de la serie de asesinatos que me tenía obnubilado.
Llegando a la escena del crimen, un mal presentimiento me vino reflejado a través de un escalofrío. No había misterio alguno. Las huellas eran delatoras. ¿En qué demonios estaría pensando? Ni siquiera un niño de cinco años hubiera dejado más evidencias.
Las manchas y las pisadas no dejaban lugar a dudas hasta para los ojos menos entrenados. Era ineludible. El rastro del culpable iba desde la entrada hasta la cocina, donde burdamente había intentado ocultar las pruebas en el fregadero.
Al final, mi madre, embutida en su chándal, me dijo: ¿Cuántas veces te he dicho que te descalces al entrar en casa, que lo dejas todo lleno de barro? ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que limpiar el rastro que vas dejando cuando vuelvo del gimnasio? ¿Y qué te he dicho de dejar las cosas en el fregadero y no meterlas en el lavaplatos? Que sea la última vez que…
Y lo peor de todo no fue la bronca, sino que ella sigue sin entender que no puedo poner en pausa un juego online.
Cuando volví a mi habitación, ya me habían matado en el Among Us.