ESCAFANDRA DE NICOTINA
Israel Pérez Esteban | Sinuhé el egipcio

Cuando el primer cliente del mes atravesó la puerta del escritorio, Carlos Ferreira agarró el teléfono con rapidez; para hacer creer al interesado que había recibido una llamada. Pero nada más lejos de la realidad; nunca en su vida había estado tan disponible como en ese día.
—Lo siento, señorita. Ya le he dicho que no puedo hacerlo por menos de tres mil pesetas. Claro que usted puede encontrar a un profesional más barato, pero así será difícil que lo encuentren. Hágase una pregunta y dígame cuánto ama usted a su perro. Cuando lo sepa, vuelva a llamar —dijo colgando al auricular—.
El hombre, que había irrumpido en el diminuto despacho, quedó impresionado con la determinación de aquel hombre. Aunque no llegó a verlo porque estaba envuelto en una «escafandra» de nicotina.
—Acérquese, no tenga miedo. ¿En qué puedo ayudarle? —unos aros de humo salieron del endeble enjambre—.
—¡Oh, señor! ¡Estoy tan consternado! —dijo sacando un pañuelo del bolsillo para secarse lo que parecía una lágrima—.
—No llore, por el amor de Dios. ¿Qué es lo que le preocupa? Intentaré ayudarle, pero tenga en cuenta que estoy hasta arriba —mintió de forma descarada mientras meneaba un ramo de carpetas, llenas de folios blancos, que tenía sobre la mesa a modo de atrezo—.
El detective Carlos Ferreira se frotaba las manos por debajo de la mesa como un chimpancé ante un saco de plátanos. No se consideraba uno de los mejores detectives, pero era capaz de oler la desesperación de las personas y ese pobre desgraciado apestaba como ningún otro. Mientras le contaba la historia, Ferreira comenzó a pensar en todas las cosas que haría con el dinero. Lo primero, una buena comida en la marisquería La Lonja. Que no falten las navajas y los calamares con su ajito y perejil. No había nada que le hiciera más falta que una peluca nueva, con hebras naturales, como la que se había comprado el imbécil de su vecino; ese que le decía «buenos días» cada mañana. Una visita de cortesía a la tienda donde trabajaba Cristina, la mujer que le rechazó en la adolescencia, para que viera que las cosas le iban bien y, con un poco de suerte, encontrar en sus ojos alguna señal de arrepentimiento. Solía pasar cada mes, no antes de alquilar un coche de alta gama. Pero ella no parecía nada amedrentaba, lo sabía porque cada vez que lo veía escupía en el suelo. Aunque el detective no pensaba amilanarse por eso.
—Disculpe, ¿me está escuchando?
—Claro, estoy oyendo lo que dice. Dígame con qué presupuesto cuenta, porque usted la ama, ¿no es cierto? No creerá que los arañazos de su espalda fueron ocasionados por rezar de espaldas al Cristo de la parroquia.
Cuando el hombre sacó trecientas pesetas de la cartera, los langostinos, la peluca y la visita de rigor a Cristina desaparecieron, tal y como lo hizo la nube de tabaco cuando se levantó de la silla.