Espera
Rubén Rey Menéndez | Chavanéu

Todita la tarde se la había pasado en la cama. Tapado hasta la cabeza y vuelto hacia la pared del cuarto. No es que se resignase como el nórdico aquel del cuento de Hemingway, solo que no le quedaban fuerzas para pelear. Un par de veces había creído escuchar un ruido en la escalera. Contuvo la respiración y trató de no moverse; los muelles del colchón semejaban estruendosos pistones en sus oídos. Pasó el peligro; quizá un mero vecino regresaba de su ordinario trabajo. La luz del día dejó de filtrarse por los listones de la persiana. Sacó la cabeza de las mantas y observó que ya no le asediaban las sombras en la pared. De la calle llegaban aterciopelados sonidos de quienes aún podían vivir sus vidas sin miedo. Pensó que quizá debía intentar la huida. Sin embargo, se sentía tan cansado……
Si no fuese por el hambre que había empezado a taladrarle el estómago, continuaría aguardando en la cama. Como el tipo aquel del cuento; sueco o noruego, qué más daba. Lo había leído en la trena. Una vez que se apuntó al club de lectura. Buscaba la buena conducta, pero no le gustaba casi nada de lo que leían. Aquel cuento, sí. Quizá se había sentido identificado con alguno de los personajes. No lo recordaba. Lo único que permanecía en su recuerdo era la imagen de un hombretón tumbado en la cama esperando la muerte. Igual que le estaba ocurriendo a él ahora. Aunque él no era nórdico ni un grandullón. Y tampoco sabía resignarse.
Poco había en la nevera. Unas lonchas de queso, un tomate, una manzana. El pan estaba duro; llevaba sobre la mesa un par de días. Intentó ablandarlo frotando la mitad del tomate. Lo abrió con las manos y metió todo dentro. No tenía mucho sabor. Siempre había pensado que su última comida sería la más sabrosa. Quizá por las películas que había visto. Eso sí que le gustaba más que leer. No necesitaba pensar. Solo seguir la acción. En las pelis, a los condenados a muerte, les dejaban escoger su última comida. ¿Qué elegiría él? Quizá un potaje de su madre y un burrito de los que probó cuando le ordenaron ir a México. O una pizza del restaurante del italiano con el que compartió celda. Qué más daba.
Oyó algo en el descansillo. Esta vez no eran alucinaciones suyas. Había alguien allí. Seguro. Volvió a la nevera y cogió la pistola. La había metido para mantener alejada la tentación. Lo de volarse la tapa de los sesos regresaba una y otra vez a su mente. Si no lo hizo fue por no facilitarle el trabajo a quien le tocase matarlo. Que se jodiera y cargase con ello. La puerta se abrió y su madre asomó bajo el dintel. Metió el arma de nuevo en el frigorífico y se acercó a ella. Le pidió que dejase la olla sobre la mesa y se largase. Qué bien le iba a saber aquel potaje.