ESPIRAL
Carmen Lidia García Huerta | Alia Winter

Me llevé el cigarrillo a los labios y aspiré el humo con una calma extraña. Miré el cadáver de la estrella de cine, que empapaba de rojo la mullida alfombra de su salón. Más allá, la huella de un zapato de tacón se destacaba contra las baldosas. Sin embargo, en lugar de reunir pruebas de la escena del crimen, me encontraba paralizado, sentado en el lujoso sofá con la gabardina puesta.
—¿Sigues ahí, cariño? —preguntó una voz femenina, al otro lado del auricular que sostenía en mi oído.
—Sí, aquí estoy —contesté, lacónico.
—Siento que las cosas hayan salido así —dijo ella.
—Yo también —respondí. No sabía con certeza a qué se refería, pero tampoco había mucho más que añadir. Una parte de mí se aferraba con desesperación a la posibilidad de que ella no fuera culpable; tal vez por eso había marcado su número tras descubrir el cuerpo. Pero nunca me diría si había cometido el crimen, si era ella quien, fría y metódicamente, había ido eliminando a sus rivales, enloquecida por aquel Hollywood corrompido. Y en cierto modo ya me daba igual. Al edificio sólo le quedaban minutos, y la parte desesperada de mí se alegraba por ello.
Ahí estaba, por fin. A unos cinco metros, comenzó a surgir del suelo una espiral transparente. La espiral crecía como un amanecer de distorsión, emborronando la imagen de lo que había a su alrededor. Incorpórea, tan sólo una línea infinita de luz, giraba sobre sí misma mientras arrastraba y consumía la realidad.
—Matt, ¿ya ha llegado? —preguntó ella.
No respondí, hipnotizado por la espiral.
—Vamos, Matt, todavía estás a tiempo de marcharte —dijo, y me sorprendió notar una súplica en su voz. Tenía razón, nuestro mundo estaba condenado por aquella especie de agujeros negros, que aparecían de la nada y engullían lo que tuvieran cerca, pero afortunadamente eran lentos en su trabajo de destrucción, y casi siempre daba tiempo a desalojar los lugares. Por eso me había arriesgado a entrar en el edificio, cuando ya estaba acordonado y con la habitual muchedumbre estúpida rodeando el espectáculo.
—¡Maldita sea! ¡Sal de ahí! —dijo ella, ahogando un gemido.
En ese preciso instante fui consciente de que había tomado una decisión. No podría vivir con la duda, por mucho que la amara. No podría vivir con ella, porque me repugnaba lo que había hecho. Sentí que necesitaba castigarla, no por sus crímenes, sino por mi amor. Y yo sería el castigo.
Contemplé cómo la espiral retorcía el cuerpo de la actriz y lo tragaba de una forma imposible. Colgué el teléfono, aspiré la última calada y apagué el cigarrillo en un precioso cenicero de mármol negro.