Olvidar lo vivido. Volver a mi manta, a mi sofá, a mi aburrida vida.
Un sábado soleado, principio de primavera. No lo pensé dos veces. Me vestí con mi uniforme de andar. Cogí mi móvil, mis cascos, mi cartera y salí de casa sin ninguna dirección concreta. Andar y despejar la cabeza. Estirar el cuerpo, cansarlo y subir la adrenalina.
Sin saber cómo terminé en un descampado vacío de personas y lleno de restos de una noche movidita. Botellas, vasos de plástico, cristales, pequeñas fogatas……Pensé en dar la vuelta y continuar por la calle que acababa de dejar, pero no me dio tiempo. Cayó sobre mí. A mis pies. Sobre mis pies. No sé de dónde pudo salir. Quizás de detrás o de dentro del contenedor. No tendría más de 15 años. Sangre y moratones por todas partes. Ojos grandes y asustados que se cerraron al tiempo que su cabeza golpeó mis pies.
Caí de rodillas. Quería gritar, pedir ayuda. No salía un solo sonido de mi garganta.
Cogí el móvil de mi bolsillo. Me di cuenta de que la música seguía sonando en mis oídos. Me quité los cascos. Volví a gritar. Nada.
“911, buenos días. Está usted llamando a emergencias. ¿En qué podemos ayudarle? ¿Hola?” Nada. Yo hablaba, vocalizaba, mis labios se movían: “ayuda por favor, ayuda….” No era capaz de oír mi voz. Colgué.
Me quité la chaqueta, le cubrí. Intenté ponerme en pie. No podía. Sin voz, sin fuerza. Cerré los ojos. Respiré profundo varias veces. Planté un pie en el suelo e hice fuerza para levantarme. Apoyé el otro. Lo conseguí. Ahora tocaba abrir los ojos y enfrentarme a la realidad.
Una sirena. Oí una sirena. Abrí los ojos, ahí estaban. ¿Tan rápido? Quizás si pude hablar con emergencias, pero al tener los cascos puestos y la música a todo volumen no pude escucharme. ¿Y la dirección? Me habrán localizado por GPS.
“Al suelo. Levante las manos. Tírese al suelo”
Miré hacia atrás para ver a quién apuntaba y a quién gritaban que se tirara al suelo. No vi a nadie. Ellos seguían avanzando. Eran 2. “¿Es a mí?”, les pregunté.
En ese momento llegó una ambulancia. Rápidamente bajaron dos sanitarios que se quedaron junto a los dos policías.
“¡Está vivo!”, dije. “Vengan, ayúdenle”.
“Al suelo. No se lo decimos más. Levante las manos despacio y póngase de rodillas”.
Se equivocaban, pero ya habría tiempo de aclararlo todo. Poco a poco fui levantando las manos y apoyando de nuevo las rodillas en el suelo. Uno de ellos se puso detrás de mí, me bajo los brazos y me puso las esposas. El otro se acercó por delante hasta rozar casi su pistola en mi frente. “Está usted detenido por…”
Los sanitarios se acercaron al chaval que agonizaba. “Está vivo”
“…por intento de asesinato”
No fue la mancha de sangre en el puño de tu camisa, ni la herida en tu mano derecha. Fue tu rostro. Culpa. Desesperación. Miedo. Él estaba vivo y sabía la verdad.