Susan Copplestone era la única sospechosa. Todas las pruebas apuntaban en su contra. Sin embargo, ella defendía a gritos su inocencia. Su marido había dicho a varias de sus amistades poco antes de morir que temía por su vida, que creía que ella le estaba envenenando, que presentía lo peor. Ella, sin embargo, negaba tales acusaciones. Su relación con Malcolm Copplestone era estupenda. Él era atento con ella y siempre decía que la amaba con locura.
Las cosas se torcieron aún más cuando el dueño de la droguería reconoció haberle vendido matarratas a la señora Copplestone el mes pasado. Pero ninguno de los criados dijo haber visto o sospechado que había ratas en la casa.
– Malcolm me pidió que lo comprara para la casa de campo de su hermano.
Pero el hermano del señor Copplestone, el otro señor Copplestone, hacía dos años que había vendido la casa de campo y se había comprado un deportivo italiano.
Nada pintaba bien para la señora Copplestone. El juicio estaba completamente en su contra y su abogado únicamente defendía la idea de que las pruebas eran meramente circunstanciales. Estaba claro que ni siquiera él creía en su inocencia.
Finalmente salió a la luz su affair con un atractivo profesor de universidad.
– ¡Eso es agua pasada! – dijo ella – Tuvimos una aventura hace un año pero no duró más de un mes. Le dejé porque amaba a Malcolm.
Había motivo – el señor Copplestone era muy rico y dejaba una fortuna tras de sí – había medios – el matarratas – y había oportunidad – vivían juntos y ella siempre le preparaba el desayuno. Encontraron matarratas en el café que sólo el señor Copplestone desayunaba cada mañana. Todo apuntaba que la señora Copplestone había asesinado a su marido con premeditación y alevosía. Y, en el estado de California, la pena por asesinato en primer grado con premeditación y alevosía es capital.
Y a la rabiosamente atractiva señora Copplestone la habrían ejecutado sin piedad de no haberme llamado su abogado al estrado en un intento desesperado por demostrar que no estaba del todo en sus cabales. Cuando juré decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, nadie se esperaba que fuera a decir que yo, el psiquiatra que trataba a ambos, iba a revelar que el señor Copplestone me había confesado que se moría, que le habían diagnosticado cáncer terminal y que había jurado que no se iría solo a la tumba. También dije que Malcolm – a fin de cuentas, además de su psiquiatra era su mejor amigo – era un narcisista y un psicópata y que no me cabía duda de que había orquestado su propia muerte para llevarse a Susan con él. Sí, él quería quedar de víctima, pero no era más que un verdugo que tenía tanto miedo a morir solo y a que su mujer fuera feliz sin él, que se había envenenado a sí mismo para incriminarla.
Así salvé a Susan.