ÉTICA PROFESIONAL
Rodrigo Martín Noriega | BUD WHITE.

Cuando muera pueda que vaya al cielo y el maldito San Pedro me mandé al infierno de una patada, y os aseguro que lo entenderé. No he sido un hombre virtuoso, pero ni todos los santos del mundo podrán acusarme de haber mentido alguna vez a un cliente. Pensaba en esto mientras contemplaba el rostro de roedor del señor Williamson, hombre de negocios con esa proverbial facilidad para ganar de dinero que tienen algunos paletos del Medio Oeste, no me preguntéis el motivo. Todo en él era irritante, pero era mi cliente, y en un mundo como el mío en el que nadie cree en nada y los hijos de perra medran en el ecosistema podrido de esta vieja ciudad, yo respeto mi trabajo. Respeto el dinero que me pagan por hacerlo, y si después de casi veinte años sigo teniendo clientes es por algo. Lo sé, solo soy un vulgar olfateador, un detective privado que en ocasiones parece un cliché andante-digo esto mientras me sirvo otro vaso de whisky y contemplo las luces de neón parpadeantes de un motel al otro lado de mi despacho, por el amor de Dios-pero tengo un código ético. No miento. Te escupiré las verdades más desagradables a la cara y ni siquiera te dejaré un pañuelo para limpiarte.
-Su mujer no le engaña con ningún hombre, señor Williamson.
-¿Está seguro?
-Juro sobre la Biblia que no hay otro hombre en este mundo que esté probando los encantos de su bella esposa.
-No me gusta ese lenguaje.
Y a mí no me gustas tú, pensé. Pero había un cheque por quinientos dólares a punto de deslizarse hacia mis manos, así que dejé esas palabras en mi cabeza. Mi conciencia estaba tranquila. Irene Williamson, apellido de soltera Douglas, una mujer hermosa y frágil como la última luz del crepúsculo, pobre jovencita de Kansas, Texas o algún infierno similar, que había caído en la trampa de un matrimonio que la resguardara al menos de la crueldad de Nueva York. Pero, oh, triste destino, qué necio arrogante se cruzó en su camino. Un marido gélido, posesivo y terriblemente celoso, convencido de que su bello ángel le engañaba porque en el fondo las alimañas como él saben que deben ser engañadas para cerrar el círculo de su vida. Debía haber otro hombre, insistía cuando me contrató. Descúbralo. Siga a esa adúltera potencial. Y lo hice. Clubs de jazz, librerías de segunda mano. Encuentros fortuitos en Central Park con otra mujer. Siempre la misma. Discreción. Un roce de manos. Un hotel . La vida regalando perlas de consuelo. Me enamoré de las dos. ¿Cómo no amar su desamparo y su resistencia? Yo no podía romper eso. No he venido al mundo para algo así.
-Créame. Es usted el único hombre en la vida de Irene.
Guardé el cheque en el cajón. El pobre desgraciado se marchó con un regusto amargo en la boca y la intuición de que le habían hecho un truco de magia.
Está bien así. Me gusta ser un mago.
FIN.