Mientras me alejaba lentamente de la escena del crimen, miré por el espejo retrovisor para cerciorarme de que ambos estaban muertos.
Les conocía muy bien. Había escuchado sus conversaciones un día y otro día. Cientos de veces me puse en su lugar y empaticé con su dolor o con su entusiasmo según la coyuntura. Lloré cuando la madre de él falleció a causa de una neumonía mal curada. Celebré el bien merecido ascenso de ella después de ocho años trabajando en aquella financiera. Incluso fui su gran apoyo cuando decidieron mudarse a un ático en el mejor barrio de la ciudad.
Gozaban de un excelente nivel de vida. Eran la típica pareja de triunfadores que lo tenían todo. Y no es que les tuviera envidia. Más bien al contrario. La razón por la que decidí matarlos fue otra muy distinta.
Dos coches de policía. Una ambulancia. La comisión judicial. Recogida de pruebas. Levantamiento de los cadáveres… ¡Por cierto, totalmente irreconocibles! Vi cómo los envolvían en sacos plateados y los trasladaban al depósito. ¡Ja, ja, ja! Antes de todo este enjambre ya les había dado el pasaporte para el infierno.
Solían hablar del tema aunque pensé que nunca se atreverían. Pero lo hicieron. Todos los momentos vividos no habían significado nada para ellos. Mi abolengo y mi lealtad, tampoco.
Un domingo de otoño me vendieron en una feria de segunda mano. Al día siguiente compraron un híbrido de última generación. Eso me dolió tanto que ideé un plan para exterminarlos. Y los atropellé. ¡Sí! Con premeditación y alevosía. ¡Me declaro culpable! Pasé por encima de ellos una y otra vez hasta dejarlos con las tripas fuera junto a su nuevo estúpido auto, que ya nunca podrán disfrutar.
Mi condena es vivir enclaustrado, cubierto de polvo y lejos de las calles, mi hábitat natural. Me han desvalijado tantas veces que ni yo mismo me reconozco.