La colilla cayó al charco, se hundió y se transformó en un pecio olvidado, sin valor, que se desharía y esparciría toda la nicotina y el alquitrán por su diminuto mar. Una tumba más en ese cementerio improvisado de cigarrillos. «Lo estoy dejando», decía siempre a quien le preguntaba. Solo fumaba en la calle o en espacio abiertos, lo que había reducido notablemente la cantidad de humo envenenado que llegaba a sus pulmones. Sin pensarlo, sacó otro cigarrillo de la cajetilla y lo encendió, la lluvia no le molestaba debajo del soportal del club.
La lluvia.
Una lluvia que no casaba con el trap que retumbaba en el interior y que oía al abrirse la puerta. A pesar de su aparente oscuridad, de sus densos beats, del autotune y de las letras nihilistas que esos bardos de neón y tatuados gemían, el cielo negro y las calles anegadas no le sentaban bien. Era uno de los precios del mainstream: la playa o la piscina y el sol o la luz seguían siendo mejores compañeros de estética, de sinestesia, de estilo, condición y ornamento.
«Lo estoy dejando», decía, mientras seguía esperando, disfrazado de un seguidor más de esa música sin tribu urbana, a que apareciera la presa. El capo. El jefazo. El dueño del club y de todas las drogas que se vendían adentro y por toda la ciudad.
Hoy no se les escaparía.
Gracias, chivato.
Observaba el trasiego de gente, la cola para entrar a esa posmoderna taberna y, de vez en cuando, echaba una mirada a alguno de los compañeros. Todo estaba preparado. «Me ha dejado», también se repetía, sin olvidar que, a pesar de lo clareado y templado de aquel día, lo recordaba como una tiniebla. Lóbrego como el entierro de un niño. «Nunca vas a cambiar. Te vas a quedar solo» fue lo que le dijo. ¿El amor? A eso ya había renunciado, como a un cliché trasnochado, una forma kitsch de sentimientos. Esas palabras hacían más daño cuando salían de la boca de un amigo… Vaya que si dolían.
Salió del bucle, porque el hombre acababa de llegar. Salió del BMW y se dirigía a la entrada del club. Le siguió con la mirada a la vez que echaba a andar hacia él en paralelo. La capucha le impedía reconocer el rostro, pero era su complexión y, además, la misma marca y modelo de coche señalada por el soplón. La gente de la cola comenzó a protestar: «No te cueles, figurín», «Que no te pille dentro». Pero no hizo caso y aceleró el paso para colocarse detrás del objetivo. Ahí lo tenía. Agarró su brazo, y antes de que pudiera cantarle la orden de arresto notó el metal penetrando sibilino y agudo por su espalda. Ese dolor que ni te permite gritar: nunca cambiaría y lo más probable es que terminara solo, tirado como estaba en el cementerio de cigarrillos, con la adversa sensación de que la amistad a veces es demasiado sincera.