Ayer, desesperada con mi situación y sin saber a quién recurrir, pensé en contratar a un detective.
Intuía que la última amiga de mi hijo ocultaba algo. Algo oscuro y peligroso que podía lastrar su vida.
Desde que la conoció, mi hijo ya no es mi hijo.
Al detective, un hombre avezado en investigar asuntos de sectas, le interesó el asunto.
Se nota que mi hijo no es nada suyo porque su actitud fue fría a indiferente. Incluso se mofó de algunas expresiones mías diciéndome que era una exagerada.
Al final, como le había interesado a pesar de todo, me propuso instalarse en mi casa para así observarlo mejor. Incluso acostarse conmigo como si fuera mi novio para que mi hijo no pensara que él fuese un intruso.
Así lo hicimos, y éramos tan felices que hasta mi hijo se contagió de esa felicidad y todas las noches pasaba a mi cuarto para mirar el motivo de mi dicha.
Unos días más tarde, llegó su amiga a casa y él no sé qué le contaría, pero los dos empezaron a entrar en mi habitación.
Y ella, por fin, en un arranque de sinceridad y sin necesitar detective alguno confesó que pertenecía a una secta religiosa y que había tratado de captarlo.
Ahora al ver la felicidad que reina en mi casa está arrepentida y decidida a dejarlo todo.