La pobre luz del flexo iluminándolos se derramaba sobre sus figuras creando una alternancia de claro-oscuros al chocar sobre las facciones contraídas de él y las insultantemente tranquilas de ella. El detective tenía a la mujer agarrada por los antebrazos desnudos con la suficiente fuerza para que un halo blanco se marcara en su piel.
—¿Qué ocurre contigo?—preguntó el detective genuínamente confundido.
—Nada que tú no puedas arreglar—contestó ella con el desafío incendiando el verde de sus ojos.
El detective masticó aquel reto, sintiéndolo como arena entre sus dientes durante un instante eterno antes de escupir un «Dime la verdad porque no abofeteo muy bien a estas horas de la noche» que fue de todo menos convincente. Las manos le temblaban; el mentón le temblaban; todo en él temblaba. Sería el centímetro de altura que le sacaba aquella mujer, pero que a él le parecían muchos más. O cómo lo miraban aquellos ojos de esmeralda incandescente. O, quien sabe, tal vez su actitud resuelta, peligrosa más bien, escondida tras aquel comportamiento desenfado y casi divertido.
Sumido en la oscuridad de la escena se removía inquieto un bulto del cual solo se veía una continua columna de humo ascendente, y ocasionalmente el reflejo de la luz sobre los cristales de sus gafas cuando negaba lentamente con la cabeza.
Eso también lo ponía nervioso.
—Me gusta—dijo ella de repente—. Quiero más. ¡Esto no para de mejorar!
El detective, espoleado por aquella hiriente salida de guión, soltó el brazo derecho de ella y armó su mano a la altura del hombro, pero cuando, por fin fue a descargar la inevitable bofetada, se vio incapaz; estaba enamorado de aquella mujer de una forma tan irremediable como absurda. Le sacaba veinte años, ella era preciosa y él una especie de elfo amargado. Un duende irlandés venido a menos.
Perdido en esa cavilación escuchó una tosecilla incomoda procedente de la oscuridad acompañada por un suspiro cansado, emanado del cuerpo de ella. Antes de que pudiera reaccionar y recomponerse de aquel pensamiento que lo había detenido, sintió como su carrillo izquierdo ardía como si le hubieran aplicado un hierro al rojo de marcar ganado.
La bofetada de ella arrancó los aplausos del bulto emergiendo de las sombras.
—¡Así!—gritó exultante el hombre adquiriendo forma al entrar en el escenario iluminado—Muy bien señorita Bacall, ¡así ha de hacerse! ¿Lo ves Humphrey? ¡Joder, no es tan difícil!
Bogart se pasó la mano por la dolorida mejilla mirando alternativamente a Bacall y a Faulkner. Aquel mequetrefe podría estar llamado a ganar el jodido Nobel del que tanto hablaba, pero a él ya podían asparle antes de lograr, por mucho que se empeñaran todos, que pegara a su mujer.
La película de Hawks podía irse al diablo, pero no iba a ser él quien tocara ni un centímetro de la piel de la mujer más hermosa del mundo.
Y…, aunque había quedado claro que ella no lo necesitaba, pobre del que lo intentara.