Otro más desaparecido. Ya iban cinco. Todos de su mismo barrio. A Laura el miedo la consumía. La visitaba por las noches y le devoraba el sueño. Incontables eran las veces que se levantaba para asegurarse de que su niño seguía ahí. Todos le decían que confiara, que las autoridades se estaban ocupando y que la única manera en que ella podía colaborar era siendo paciente; pero ya estaba harta.
Le pesaba, además, el hecho de que esto estuviera sucediendo justo cuando Pedro parecía comenzar a integrarse al grupo. Él había sido siempre un niño muy tímido. Cuando le comentó a la pediatra que su hijo tenía dificultades para hacer amigos, ella insistió en que solo era cuestión de tiempo. Parecía que la gente constantemente le pedía que esperara. Esta vez, desacataría órdenes para seguir su propio instinto. Laura conocía a las demás madres. Las interacciones no habían ido nunca más allá de lo trivial, pero creía que la causa era suficientemente importante para conseguir que se adhierieran. Estaba en lo cierto.
Dos meses pasaron. No había vuelto a ocurrir ningún otro secuestro, pero jugar a los detectives tampoco era fácil. Las madres se reunían en el parque cada jueves para exponer los avances y organizar las siguientes tareas. Ese era el único sitio en el que los niños se veían. El constante encierro había derivado en dos conductas opuestas: mientras que unos se lanzaban a correr en cuanto llegaban, otros se mostraban retraídos en sí mismos (estos sabían que algo iba muy mal). Había veces que Pedro intentaba jugar con los demás, pero era considerablemente más grande que el resto y su torpeza no ayudaba. A Laura esto le partía el corazón. Quería que todo volviera a ser como unos meses antes. Tenía que resolverlo.
Es de público conocimiento que situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Para este caso en particular, Laura decidió apelar a sus armas de “seducción” (por no decir a la manipulación). Logró acercarse a Marco, un excompañero del colegio, que portaba ahora el uniforme de la policía. A través de él, pudo conocer la lista de sospechosos, gracias a la cual la investigación extraoficial progresó con creces. (Todo esto sin que él lo supiera, claro).
Era un rutinario jueves cuando un agente se le acercó en el parque para hacerle unas preguntas. La habían descubierto. La inesperada intervención hizo que perdiera de vista a su hijo. Grave error. Esa noche no faltaría uno, sino dos niños: Pedro y Lucas habían desaparecido.
En ese momento, Laura tuvo una corazonada. Recordó el lugar donde jugaba de niña, al que muchas veces había llevado a su hijo. La esperanza de encontrarlos apremiaba sus pasos. Llegó a la caserna. Había indicios de que alguien había estado recientemente. Su corazón galopaba. Inhaló profundamente y entró. La alegría que experimentó al verlo rápidamente se convirtió en espanto: allí estaba Pedro, con una sonrisa en el rostro, acompañado de los cuerpos de los niños desaparecidos, dispuestos en ronda para tomar el té.