―¿Señor Mortensen?
El suelo tiembla. Los invitados llevan horas bailando. Bailan, bailan en círculos como peonzas. Las paredes crujen. Un hombre encorvado golpea con fuerza las teclas del piano; otro se prepara para su solo de trompeta. Y agazapado en una esquina oscura, arrodillado en la penumbra, Mortensen recuerda, una vez más, cuánto odia las fiestas.
―¿Señor Mortensen?
En la oscuridad de su rincón pasa inadvertido. Eso le gusta. Observa los rojos mofletes de los invitados, caras rosadas, ojos sanguinolentos. Nota el aire, espeso y húmedo, y las nubecillas de humo de cigarrillo que levitan en el techo como luciérnagas, y el calor opresivo que le hace sudar. Horror: Mortensen vuelve a recordar cuánto odia las fiestas.
Su cabeza arde; está roja como una olla al vapor. El tictac del reloj y su respiración convergen en una sinfonía horrible, la música se superpone, crece, aumenta, se estira como una larga espiral. Pronto va a explotar, otra vez.
―¿Señor Mortensen?
La pajarita que envuelve su cuello lo ahoga como una soga en lo alto. Siente náuseas. Quizás vaya a vomitar. De pronto, nota los farolillos en la densa oscuridad. Son ojos diminutos que brillan. Y lo miran a él. Farolillos con moscas. Farolillos que lo juzgan. Farolillos con cara que ríen y dedos que señalan. ¿Lo piensan matar? ¿A él? ¿Cómo escapar de esta conjura? Mortensen vuelve a recordar cuánto odia las fiestas.
Sí, pretenden despojarle de la vida, se han reunido todos, invitados, músicos, camareros…todos con sus mofletes rosados para laurear su dulce asesinato, para festejar su final. Es vital defenderse. No es la primera vez que se ve obligado a ello. Todo se resume, de nuevo, a la cuestión fundamental: la de su supervivencia, la del escape.
Intenta levantarse, pero es incapaz.
―¿Señor Mortensen? ―Una anciana lo coge de la mano―. ¿Qué hace aquí fuera, solo y tan tarde? Y tan arreglado… ¿Va a una fiesta?
La anciana lo mira con cara de pilla. Ojos negros y pequeñísimos, ojos de cuervo, de bruja, mirada salvaje, rostro cómplice. ¿La han mandado para hacerse cargo de él? ¿Es ella su verdugo?
―¿Señor Mortensen? ¿Qué tiene en las manos? ―La anciana, con cara de espanto, alza nerviosa los brazos y grita―: ¡Santo Cielo, señor Mortensen! ¿Por qué tiene sangre en las manos? ¿Qué le ha pasado? ¿Está ha herido?
Mortensen sonríe, triunfante, y observa con atención la expresión de la pequeña anciana. Rostro desfigurado y viejo, inundado por el pavor y profundamente aterrado. Sus ojos son ahora blancos como la luz. Su cuerpo se ha vuelto rígido como el metal. La anciana ha roto en llanto. Lo primero que hacen todos siempre, se dice Mortensen, es llorar. La música prosigue, zigzaguea, sube, baja, se infla como un globo, susurra. Nuevamente: Mortensen odia las fiestas.
Se hace el silencio. El canto de los grillos resuena a lo lejos.
Y las palabras retumban, como canicas, en la soledad desértica de su angustia. No la atenúan; la exacerban.