FRESAS CON NATA
Luis Daniel Martín | Río de Letras

Natalia es una mujer muy atractiva. Desde pequeña siempre ha cuidado su aspecto, aun cuando los demás veían en ella un afán de protagonismo innecesario. Cabello largo, rizado, con las puntas cortadas, alineadas por encima del hombro y de un color castaño uniforme… el suyo, para ser más exactos. Nunca ha tenido necesidad de teñir su realidad. Ojos color miel, pestañas grandes en curva y delineadas, maquillaje base con un leve corrector de ojeras y tierra por encima, de esa que se usa para esconder recuerdos de pubertad y que ahora cubre sus carencias. Labios carnosos pintados de un rojo sugerente, dientes arreglados, blancos y brillantes como la patena de metal pulido y una barbilla arreglada en quirófano desde la mayoría de edad. No fue lo único que cambió en su vida.

Cuando me pidieron si podía reconocer el cadáver no sabía si debía hacerlo. Esa noche había estado con ella en el callejón de los locos, que era como llamábamos a aquel sitio sórdido y oscuro donde nos encontrábamos para inhalar un rapé húmedo llamado “Snus”. Reconozco que estábamos enganchadas a ese tabaco en polvo que se coloca entre la mejilla y en la encía, que no deja los dientes amarillos y calma de la ansiedad. Ella inhaló conmigo y nos reímos cuando me comentó que iba a devolver el carísimo vestido que llevaba puesto después de usarlo junto a esos zapatos brillantes y afilados que le hacían un daño espantoso. Nata -así le gustaba que le llamáramos-, no llevaba maquillaje, ni bolso, ni nada más que su cuerpo sobre el que la lencería y los encajes, elegantes para la ocasión, lucían el esplendor de su belleza.

Sin embargo, esa noche algo salió mal. Ella me dijo que había quedado con un chico al que había conocido en una aplicación, pero cometió el error de no llevarse el móvil. Quizá porque los vestidos de las mujeres son a veces tan ceñidos que ocultar un teléfono es peor que ocultar una compresa. Ella no tenía ese problema, ni con una cosa, ni con la otra y valiente, como era, se dirigió a la cita sin pensarlo. No supimos más de ella. No regresó a su casa de madrugada, ni por la mañana, ni sacó al perro, ni dejó fuera la basura, ni me llamó después para llorar porque había sido rechazada por su condición, como era costumbre. A la mañana siguiente imperó el silencio.

Nata apareció en un descampado, inerte, fría, con las uñas acrílicas arrancadas a propósito, con el vestido hecho jirones, con hematomas por todo su cuerpo, con la ropa interior por las rodillas y su sexo al aire. El que la mató lo hizo al descubrir su secreto, pero cometió un error; somos muchas y muchos los que hemos hecho cambios en nuestras vidas sin dar marcha atrás. Su muerte será vengada ante la justicia y su recuerdo, el del joven Jorge o el de la bella Nata será recordado eternamente, como ella quería, siempre con fresas.