Estaba anocheciendo. Era de esos momentos en que ya era visible la luna, pero el sol aún no se había escondido, símbolo de mal presagio.
Se metió en casa; Marcos llegaba tarde. Sacó una sartén para preparar la cena y acto seguido el teléfono empezó a sonar. Otro asesinato. Otra menor desnuda, encontrada detrás de la iglesia de Las Angustias. Apagó el fuego, cogió la placa y subió rápidamente al coche. Por el camino intentó llamar a casa para avisar de que no llegaría a cenar; solo escuchó el repetitivo tono de llamada, sin respuesta.
El ambiente estaba cargado, transmitía una sensación tediosa, como un domingo de resaca en el que solo eres capaz de levantarte de la cama al sofá, sin ganas ni de hacer café.
Llegó a la escena del crimen con los forenses ya analizando el cadáver. Los disparos de las cámaras se sucedían como un goteo incesante. El cuerpo estaba desnudo, como en todas las ocasiones, salvo por una diferencia: está vez tenía un calcetín con lunares azules.
Un calor nauseabundo comenzó a ascenderle por todo el cuerpo; notó su cara enrojeciendo segundo a segundo. Ya iban 7 asesinadas en los últimos 3 meses, y aún no habían encontrado ni una sola pista sobre el asesino.
Sin pausa se acercó a la comisaría. Recogió los papeles que le habían dejado en el despacho y se subió al coche de regreso a casa. Puso la radio, sonaba Friday I’m in love, subió el volumen a tope y cantó hasta desgañitarse, como si estuviera en el último concierto al que fue, hace 3 meses, con Marcos, antes de ser inspectora; antes de dedicar su vida casi por completo al trabajo. Necesitaba soltar toda esa rabia que llevaba dentro. No podía entender que tuviera a 20 policías en el caso y que aún no tuvieran ni un solo hilo conductor del que tirar; no podía entender que su vida social se hubiera acabado en tan poco tiempo; no podía entender que su matrimonio estuviera abocado al fracaso.
Llegó a casa con Marcos ya acostado. La chimenea se había apagado. Odiaba encenderla con todas sus fuerzas. Solía acurrucarse en una manta y meterse en la cama hecha un canutillo, antes que tener que encenderla. Pero hoy se encontraba exaltada, activada por esa sensación de derrota, que lejos de frenarla hacía que quisiera luchar e ir a por todas. Entró en el cobertizo donde guardaban la leña y cogió astillas y varios troncos. Metió todo en el salón; cogió algunos periódicos viejos, la mayoría con noticias sobre los asesinatos. Le gustaba leerlos, saber qué era lo que se le mostraba a la población, pero no le aportaba nada conservarlos. Metió unas hojas y unas cuantas astillas en la chimenea; el fuego empezaba a brotar cuando de repente, al fondo, en un rincón de la chimenea, vio asomar un hilo azul. Apagó su pequeño logro y tiró de él; estaba unido a un minúsculo fragmento de tela, con tres lunares azules…