GEMELOS DE PLATA
Ángel Eduardo Estévez Martín | WITOLD

El joven Imaz no podía conciliar el sueño en aquella habitación del tercer piso, con la ventana que daba hacia la fachada principal del Colegio Mayor y donde él mismo había estudiado hacía ya algunos años. Otras tantas veces se había hospedado en esta pensión, cuando los fines de semana visitaba la ciudad para tratar de revender los abalorios y pequeñas piezas de decoración rescatados de mercadillos y tiendas de antigüedades.
Abajo, a pesar de la persistente niebla, se vislumbraba la calle Doctor Suarez, adoquinada y con las farolas aún encendidas. Al apartar un poco más el ligero velo blanco que hacía de cortina, pudo ver que permanecían tres de los cuatro señores con los que se había cruzado anoche, justo antes de entrar al portal. La cuarta persona, ahora ausente en la escena, era la que Imaz había podido reconocer, el director del Colegio Mayor.
Sin duda, la investigación se estaba llevando a cabo sin perder un solo minuto y probablemente, aquel señor, en la acera de enfrente, con el gabán empapado por la escarcha y fumando, debía ser el inspector de policía. Debajo de la ventana, a unos diez pasos a la derecha, el cuerpo del Rector de la Universidad a la que estaba adscrito aquel antiguo Colegio, yacía aún en la misma posición, sentado, apoyado contra la pared. A ambos lados, custodiándolo, los otros dos caballeros, un chico muy delgado, quizá el asistente del inspector, y la otra persona, en torno a cincuenta años, tal vez el forense.
Su visita a la ciudad había sido muy bien acogida por las autoridades municipales y tras los actos oficiales y antes de partir al día siguiente, había reservado un hueco para compartir una cena informal con su queridísimo amigo, el director del Colegio; según habladurías entre los académicos, con aspiraciones al Rectorado.
Pero no saldría de la ciudad, el excelentísimo señor Rector y candidato a la reelección en las votaciones que debían celebrarse en apenas dos meses, estaba muerto. En el brazo izquierdo, en el dorso de la muñeca y por debajo del pulgar, solo una pequeña incisión, muy precisa. Ahora, un hilo de sangre, casi negra, ya seca. El único rastro tras haber desincrustado el gemelo de plata, con la cruz de Santiago perfilada en negro, de la delicada arteria en la que solemos buscar el pulso radial.
Aún no amanecía. Apartó la mano de la cortina y dejó que reposara en su sitio. Imaz regresó a la cama, mientras venían a su cabeza recuerdos de su etapa de estudiante acerca de las diferentes responsabilidades atribuibles al cómplice y al cooperador necesario de un delito. En el suelo, junto a la pequeña mesilla estaba su maletín, lleno de innumerables objetos dignos de un experto anticuario y entre ellos, un último par de gemelos de plata, con la cruz de Santiago y con aquél cierre en forma de bala, inusualmente demasiado afilado; idénticos a los que había vendido la semana anterior al director del Colegio Mayor.