La inspectora Ana Portillo siempre bebía más de la cuenta. Era lo único que le servía para sobrellevar las contradicciones de su trabajo. Porque ser policía le obligaba a defender los derechos incluso de aquellos que no lo merecían. Precisamente, aquel mismo día, había tenido que soltar a un asesino por un estúpido tecnicismo.
Estaban seguros de que había sido él. Habían encontrado el arma del crimen. El cuchillo con el que aquel miserable mató a todas esas chicas. Y, sin embargo, todo se fue al garete porque la orden de registro indicaba que podían registrar todas sus propiedades, pero la guantera del coche donde se encontró el arma del crimen resultó pertenecer a su ex mujer.
Así de fácil es que un juez te deje en libertad. Pero ella había visto las fotos de los cuerpos mutilados, la expresión del horror en sus ojos, había tenido que hablar con sus familiares y prometer, una y otra vez, a tantos padres y madres, a sus ojos rojos de no poder llorar una lágrima más, que atraparía al cabrón capaz de cometer todas aquellas aberraciones.
Y ahí estaba él, bebiendo al otro lado de la barra. Porque Ana Portillo no había salido aquella noche sólo a emborracharse, no aparecería en su casa sin saber cómo había llegado hasta ahí y tampoco se levantaría al lado de un desconocido a años luz de ser el amor de su vida.
Aquella noche haría justicia a cualquier precio, aunque tuviera que romper todas las reglas. Todas las leyes en las que otrora había creído y ahora no pasaban de papel mojado. Estaba a años luz de aquella joven idealista que un día salió de la academia y, día tras día, había demostrado ser más capaz, más inteligente y tenaz que todos sus compañeros.
Le había costado el doble que a ellos llegar donde había llegado. A ser la agente más joven en llegar a inspectora. Sus padres estaban tan orgullosos como decepcionados estarían si supieran lo que estaba a punto de hacer.
El cabrón era atractivo. Seguro que no le resultó difícil seducir a aquellas chicas. La mayoría ni siquiera se habría dado cuenta. En un segundo estás viva y al siguiente estás muerta. Y debieron morir enamoradas.
Debía ser su estética glam. Aquella camiseta roja sin mangas de David Bowie que dejaba al aire sus brazos tonificados. Aquella delgadez, aquella mirada maliciosa que, ¡oh no! Podía desarmarte tan fácilmente. La forma en la que se acercó a ella, le hizo reír y sentirse especial como cuando salieron, y sin preguntarle si tenía frío, sin mediar palabra, le puso la chaqueta sobre los hombros.
Qué pena, pensó, no tardarían en llegar al coche y ahí él intentaría sacar el cuchillo de la guantera y ella le dispararía a bocajarro.
Sintió emoción y pena al mismo tiempo poque en otro lugar, en otra vida, en otro mundo, quizá él hubiera sido el amor de su vida, aunque fuera sólo por un segundo.