Copito y Antonio habían ido a disparar a la laguna. No disparaban a la laguna en sí, no tenía sentido. Más bien solían disparar a las aves que sobrevolaban la laguna. Amigos y furtivos. En mayo hay muchas aves ya. Es más difícil fallar que acertar si eres sigiloso. Sigiloso fue Copito cuando por la espalda y sin que su amigo le oyera cargar, le apuntó y le llenó de agujeros como una quesera tras la detonación.
Amigos y furtivos, sí. Pero algo pasó por la cabeza de Copito para eliminarlo de esa manera. Lo subió a la carreta. Se lio un cigarro, lo encendió e inició la lenta marcha. Cuando llevaba un rato incluso empezó a cantar. Se detuvo. Había visto una cuadrilla de jornaleros venir a lo lejos. No sabía qué hacer. Llegó hasta el puente romano, arrastró a su amigo hasta dejarlo sobre el cauce. La rambla estaba seca esos días. Se subió y continuó su salmodia, solo interrumpida cuando se cruzó con los jornaleros y se saludaron.
En las tabernas del Alto de la Villa no se hablaba de otra cosa. Todos especulaban. Todos sabían, pero nadie sabía. Las boinas empapadas en sudor eran estrujadas por los nervios con la misma fuerza que se estrujaba la bota de vino. Todos sentados en las mesas. Algunos, incluso, sentados en las sillas. Orejas bien abiertas. Oídos también. Todos menos Victoriano “el sordo”, que leía los labios. Los leía doble porque ya estaba borracho.
León Carrasco estaba en la plaza, permanecía a la sombra de su gorra.
¿Cómo sabes que ha sido el Copito? Preguntó el alguacil.
Vamos a ver. El muerto apareció debajo del puente. Bueno, no apareció porque ya estaba allí. Alguien lo había hecho desaparecer para que apareciera, pero ni había desaparecido ni aparecido porque su cuerpo lo que es ser, era. Y estar, estaba. Eso sí, primero vivo y luego muerto. Pero no apareció ni desapareció. Igual que no murió y luego “desmurió”. El caso es que de cuerpo presente yacía bajo el puente y sin haberlo preparado, me ha salido un pareado. Cuando lo encontraron aún no olía. Me fijé en los sarpullidos de la piel más que en los perdigonazos. Copito en el bar también tenía la piel llena de ronchas. Ambos estuvieron juntos en la laguna del Acequión, evidentemente. A los dos les comieron los mosquitos. Nadie más había en el bar con tantos picotazos. Luego solo tuve que fijarme un poco en su actitud. Se puso muy nervioso cuando me vio. Después salté a su corral y vi la carreta llena de manchas de sangre y moscas.
Lo mató en la laguna. Lo tiró debajo del puente cuando pasaron. Ellos, claro. No otra persona, que no le habría hecho gracia que le cayese un cuerpo encima. Cuando quieras, le detienes. El alguacil se fue a hablar con el juez.