‘- Anda, mira la quiniela a ver si nos ha tocao.
La quiniela: la señal. Zaragoza o Garrido dejaban cada día el resguardo sobre su mesa y entonces Ruiz sabía que tenía que aparentar un apremio y salir resuelto de la comisaría, a lo del Fali. Esa tarde fue Zaragoza el que lo hizo, urgiéndole. Ruiz, sin embargo, como intuyendo una articulación definitiva en los hechos, se demoró unos minutos fumando sin prisa. Luego recogió el boleto y se dirigió a la puerta, bajo la mirada nerviosa de Zaragoza, que fingía redactar un informe en su escritorio. Ruiz bajó la escalera, ahogándose con su propia respiración, saludó al agente de la entrada y, ya en la calle, llenó sus pulmones del hollín del tráfico que rugía con el estruendo de una batalla. Zaragoza lo alcanzó en la acera.
– Deprisa, Garrido ya estará esperándonos.
Seis horas después, Ruiz abría con gesto de cansancio la puerta de su casa y recorría el corto pasillo que llevaba a la cocina, donde encontró a su mujer de espaldas. Apenas se le notaba el embarazo. Se acercó y la abrazó por detrás, pero ella no se sobresaltó, porque reconoció enseguida el gesto casi ritual que cerraba la jornada del inspector y anunciaba otros abrazos en la cama que, ahora, en su estado, eran cautelosos y blandos.
– Han sobrado costillas de la comida, siéntate y te las llevo.
Mayte apareció enseguida con la cena y Ruiz la atrajo hacia sí. Acercó el oído al vientre de su mujer, quiso imaginar el otro cuerpo dentro, adivinar la forma en que se concertaba con el de ella.
– ¿Qué tal el trabajo?
Ruiz dijo “bien”, pero en sus oídos atronaban aún los aullidos de dolor del Fali. Los últimos. No había tardado en morir, esa misma tarde. Garrido lo había trabajado durante horas, preguntándole por el «colorao». Querían saber, todos, Zaragoza, Garrido, dónde estaba lo que había sacado del atraco. Él mismo, hace unos días, lo había interrogado.
– Dinos dónde has metido el oro, Fali, o esas bestias te van a moler a palos.
Ruiz no dejaba de preguntarse cómo podían haberlo convencido para acudir a la cochera donde tenían encerrado a ese desgraciado que reventaba joyerías. Ellos lo protegían a cambio de una parte del botín, aunque algo había salido mal en el último golpe y ahora el tipo se resistía a cooperar. Ruiz no dejaba de preguntárselo, pero miraba el cuerpo hinchado de Mayte y esa era la respuesta. Sólo tenía que haber cantado. El Fali. Ahora era sin embargo apenas un mineral, la última imagen que Ruiz tenía de él: un cuerpo transportado en el maletero de un coche quién sabe adónde. No quiso preguntar. Zaragoza y Garrido se habían encargado.
Absorto en ese recuerdo de pesadilla, Ruiz advirtió de pronto que Mayte se fijaba en la quiniela que él había sacado del bolsillo sin darse cuenta.
– ¿Hemos ganado? – le preguntó divertida.
Ruiz recorrió en silencio el cuerpo de su mujer. Un espléndido organismo que respiraba por dos.
– No, no hemos ganado – respondió.