No era la primera vez que esto sucedía.
Volvía a estar en un callejón sin salida, revolviendo pruebas y teorías en mi salón. Como un sonido de maracas, los hielos de un Johnnie Walker marcaban el ritmo de mi desesperación.
Cuando estaba a punto de caer borracha sobre la moqueta, llena de informes y papel fotográfico, sonó el teléfono. Arrastré los pies hasta alcanzarlo y escuchar, <
No sabría diferenciar si era pánico, asco o la borrachera.
<> La tranquilidad de mi compañero era repugnante, analizaba el cadáver mascando chicle y con el tono de “otro lunes más en la oficina”.
Pero yo sabía perfectamente cuál era la nota discordante en esta escena. Ésta vez, la mofante firma que el hijo de puta nos había dejado era un delfín de peluche impoluto, que destacaba demasiado en la sangrienta escena. Muy parecido al delfín que me regaló mi madre cuando cumplí 7 años. Una arcada me devolvió al frío callejón.
No sabría diferenciar si era pánico, asco o el reflejo de la vomitona.
La tercera víctima en dos semanas y todas ellas iban acompañadas de un objeto revelador para mí.
La primera, una toalla perfectamente doblada y limpia; la segunda, un cinturón negro sin evidencias de uso.
Alguien estaba intentando joderme, alguien que conocía todos mis demonios. La toalla, prácticamente idéntica a la que usaba mi padre para golpearme en la ducha. El cinturón no distaba mucho del que usaba para descargar su furia contra mi progenitora. Y el delfín, el que abrazaba yo el día en que mi madre se hartó y pegó un volantazo contra la barrera de protección del viaducto de Contreras, lanzándonos contra el embalse y acabando en el acto con su vida y con la de su maltratador.
Yo no sé por qué sobreviví, ni sé si lo tendría calculado, pero a los pies de la tercera víctima, no podía odiar más su decisión.
Esto ya no podía ser coincidencia. Quién podía saber tanto de mí y de mis traumas, no se lo había contado nunca a nadie, a nadie excepto a…
Un chasquido de dedos devuelve a la inspectora al presente.
¿Te ha servido de algo la hipnosis? – dice su psiquiatra con una cálida sonrisa.
Un escalofrío cruza la espina dorsal de Raquel.
No sabría diferenciar si era pánico, asco o paz.