En el salón había un gran ventanal. De pie delante de él, iluminado por las farolas de la calle Alejandro Malaspina, permanecía, blanco como el mármol, el Padre Carlos Mundart. Al inspector Clos le habían informado que la sospechosa deseaba la presencia de un sacerdote y que luego podrían llevarla a comisaría. Antes de actuar por la fuerza, se había decidido atender su demanda, dada la cercanía de la parroquia del barrio. Desde la otra punta del salón, Clos podía oler el aliento a vómito reciente del cura, que sin duda no estaba acostumbrado a presenciar estos escenarios.
Era una estancia diáfana de paredes casi desnudas. En una de ellas se ubicaba un sofá de cuatro plazas. En la de enfrente, colgada de un soporte, una televisión de sesenta pulgadas. Y entre el sofá y la televisión, boca arriba sobre un gran charco de sangre, el cadáver de Miguel Sanclemente. Clos se acercó a él y calculó al menos veinte puñaladas, algunas de ellas muy profundas y una, a la altura del vientre, que había desgarrado la carne de arriba a abajo. Allí el arma había sido hundida con mucha fuerza y la habían retorcido dentro de la herida, sacando al exterior lo que parecían los intestinos. Sin embargo, lo más aterrador era que el asesino había dejado el cuchillo clavado en la boca abierta de Sanclemente, hundido hasta su garganta.
Mientras observaba el cadáver, escuchó un sollozo y giró su cabeza hacia la izquierda. Allí estaba, sentada en un rincón, con los brazos rodeando sus piernas dobladas y con la cabeza entre las rodillas. Tendría aproximadamente treinta años, vestía solo ropa interior y su cuerpo estaba repleto de sangre. El inspector Clos se desplazó desde su posición hasta la joven haciendo un gesto al sacerdote para que le acompañase. Ambos se situaron de cuclillas frente a ella, que en ese momento levantó el rostro y los miró, aterrada. Su pelo castaño brillaba y sus ojos color miel llenos de lágrimas no parecían esconder el rostro de la muerte que esa noche había planeado sobre la casa.
—No he sido yo —dijo entre lágrimas—. Han sido ellos, ellos. Y aún están cerca, los noto como si me estuvieran tocando, acariciando.
—Cálmate. Vamos a bajar tranquilamente a la calle y en comisaria nos cuentas lo que ha ocurrido. El Padre Mundart vendrá con nosotros.
Pese a que el gran ventanal permanecía cerrado, un viento comenzó a soplar dentro del salón. Con la corriente, el olor metálico de la sangre se hizo mucho más intenso. Entonces, fuera por efecto del misterioso viento o por otro motivo, un susurro ininteligible se escuchó en la estancia. En ese momento, la joven comenzó a chillar fuera de sí y el cristal del ventanal estalló en mil pedazos. El inspector Clos decidió que ya había tenido suficiente, cogió en brazos a la chica, miró el rostro aterrado del Padre Mundart y huyendo hacia la calle, exclamó:
—Están aquí, corred, ya vienen.