No sé en qué momento comencé a pasar más tiempo en baño intentando mear que en la barra del bar. Demasiados años bebiendo whisky barato. Demasiado tiempo en esta ciudad maltrecha y sin salvación. Demasiados años intentando sacar la escoria de las calles, y ahora no puedo ni sacar dos pintas de cerveza de mi vejiga sin que parezca que me va a estalla la jodida próstata.
En qué momento me hice viejo para esto. Para esto y para todo. Tenía una carrera brillante dentro del cuerpo de policía. Tenía una familia. Tenía amigos. Tenía principios. ¿Y ahora? Ahora solo un arma reglamentaria, ojeras, barba de 6 días y un ardor en el estómago como si me hubieran acuchillado en un callejón oscuro.
Nunca le tuve miedo a la muerte. Ni siquiera tras el incidente. Tal vez, ese fue mi problema. Algunos dicen que es valentía. Yo con los años sé que no tiene que ver con el valor, sino con ser un inconsciente. Debí haber parado. Debí haber hecho caso al psicólogo, haber pasado más tiempo con Laura y los niños. Pero no, me acababan de dar el ascenso y tenía que demostrar que lo merecía. Demostrar, sí. ¿Pero a quién? A esa panda de holgazanes y corruptos que arrastran las placas por la comisaría desde luego no. A mí mismo, tal vez. Laura siempre me decía lo del síndrome del impostor. No sé, quién puede sentir que hace bien su trabajo cuando los crímenes no dejan de aumentar día tras día. Robos, asesinatos, violaciones, secuestros…todo un abanico de las bondades del hombre sobre la tierra.
Y yo, tras más de cuarenta años de devoto servicio al cuerpo. Tras una vida dedica en cuerpo y alma al uniforme. Tras haberlo dado todo, hasta la última gota de mi sudor e integridad, como si de una metáfora se tratase, llevo tanto tiempo intentando mear que en la mano se me han quedado marcadas las líneas de las juntas de los azulejos del baño. Líneas rectas que atraviesan la palma de mi mano formando un atajo quiromántico hacía la recta final de una vida.