Cinco años llevaba Asunción sirviendo de secretaria personal al cadáver que la policía acababa de retirar del salón. Aquella noche de 1959 no tendría que haber terminado así. La fiesta del quincuagésimo cumpleaños de la condesa iba a ser un evento íntimo. Siete invitados disfrutando del fin de semana en el palacete que, la ahora difunta, había comprado a las afueras de Madrid. Sin marido, sin hijos, solía decir que aquel lugar le servía de inspiración para crear sus novelas. Porque la señora no solo poseía un título y una riqueza envidiable, sino también una desbordante imaginación literaria. Aquel trágico final contribuiría a forjar su leyenda. Había algo morboso en que hubiese muerto asesinada como tantas de sus víctimas de ficción.
Al finalizar la cena, la condesa propuso un brindis. Entre bromas deseó tener una larga vida. Pero la sonrisa desapareció de sus ojos después de beber el champán. La copa se escurrió entre sus dedos, se llevó la mano al pecho y miró horrorizada hacia la esquina en la que permanecía Asunción en segundo plano. «Hazlo por mí», pronunció con voz ahogada antes de caerse desplomada al suelo. Instantes después, estaba muerta.
Asunción sabía por qué lo había dicho. Durante los últimos meses, la señora le había repetido varias veces que temía por su vida. Una noche, en que los temores se hicieron más acuciantes, la llevó a su habitación y le mostró algo. Retiró un tablón del suelo y de su interior extrajo un cuaderno. «Este es mi diario. Si algo me sucediera, júrame que se lo entregarás a la policía», le dijo con la mirada clavada en ella. Asunción asintió. También tuvo claro que debía conocer su contenido. Por eso, durante las siguientes semanas, lo leyó a escondidas y entonces comprendió. Aquellas hojas desvelaban el gran secreto de la condesa. El amor prohibido que había vivido durante años con su cuñado, la pasión desmedida que los consumía y la tortura constante de no poder mostrar al mundo lo que de verdad sentían. En las últimas anotaciones, confesaba que temía que su hermana les hubiese descubierto y quisiera eliminarla. Esa mujer, que además era la única heredera, estaba allí esa noche llorando desconsolada mientras la policía la interrogaba. Asunción solo tenía que cumplir su promesa para que todas las sospechas recayesen sobre ella.
Pero no pensaba hacerlo.
Como siempre, la maldita condesa la había subestimado. Le fue fácil comprender sus intenciones, un suicidio evitaría el declive de la enfermedad que padecía y además arrastraría con ella a su última víctima. Su propia hermana. La que de verdad tenía el amor del hombre que ella deseaba. Las palabras de aquel diario eran burdas mentiras destinadas a que la condenaran y, su secretaria, la inocente mano ejecutora. Pero Asunción también sabía jugar a ese juego. Llevaba mucho tiempo esperando su oportunidad para vengarse de la mujer que había destrozado la vida de su madre veinte años atrás. Y ella solita se lo había puesto en bandeja.