HEARTLESS
Reme Martínez Gisbert | Rhonda J. Ekim

Me quité las gafas de sol oscuras. Las coloqué en la cabeza que me hervía. Mientras me puse las de vista. Observé la cabeza de la enfermera destrozada a golpes. Menuda salvajada. Aquel Nido del Cuco era inquietante. Y he presenciado de todo. Era un calvario. Con mi típica discreción, no me hice notar entre el revuelo de pacientes, enfermeras, doctores, policía, atestados……
Nunca había visto un asesinato tan brutal: las manchas en la pared, su trayectoria… ¿Hora aproximada de la muerte? Medianoche. ¿Cómo iba a descifrar este enigma en aquel siniestro Centro Psiquiátrico? ¿Todos eran susceptibles de ser culpables?
Mientras la policía despejaba la escena del crimen, avisté en un rincón una especie de tornillo mojado en sangre. De forma sutil, me agaché para analizarlo con mi lupa. ¿Tal vez podía encontrar huellas? ¿ADN de asesino o víctima?
Me cazó una paciente que llevaba media cara quemada. Me dijo: “Ha sido ella”. Traté de indagar y, tras mis preguntas, se puso aún más nerviosa: “Ha sido ella, ha sido ella, ha sido ella”.
La sujeté con fuerza para que dejara de zarandearse. Pregunté: “¿Quién es ella?”. “Kimberly Clark”, contestó riéndose con espasmos. “Por favor, señálala”, le pedí tomando sus manos con suavidad. Se paralizó. Dio media vuelta hasta el final del pasillo que daba al arbolado jardín donde estaban tratando de organizar el caos de pacientes cada vez más alterados.
Me dije para mis adentros. “Ava, espabila, que esto es un Diez negritos con todos los elementos que señalaría Agatha Christie. ¡Venga, no va a ser Poirot mejor que tú! ¡De leerla nació tu instinto!”.
Me acerqué a una de las doctoras. Seguía en la asfixiante escena del crimen ya sin cuerpo, pero con sangre. Sigilosa, le toqué de manera discreta en el hombro. Casi en un susurro solté tres preguntas: “Buenas tardes, doctora. ¿Es usted la Jefa? ¿Cuál era el nombre y situación de la víctima? Parece un crimen pasional. ¿Qué opinión le merece?”.
Su mirada fue gélida y penetrante. Era una mujer agria, fría, astuta. Se zafó de contestar sin ir al grano; solo añadió: “Soy la doctora García, ya puede irse afuera”. De inmediato, empezaron los gritos. Salimos a la carrera, y vimos cómo convulsionaba una de las pacientes que sufría un aparente ataque de epilepsia. O eso gritaban las auxiliares. Lo único que sonaba a su alrededor eran alaridos en masa. Se respiraba un gran revuelo. A nuestra izquierda, otra paciente estaba sentada en un desvencijado banco de madera. Parecía impasible. Abstraída, fumaba con un libro abierto entre las piernas. Me aproximé. Con eso me dio la clave. “Litio”, me comentó en tono pausado.
La forense llamó al Jefe de Policía. Nos explicó que la enfermera fue una víctima colateral del asesinato. Llegaron a por la nueva víctima que estaba tumbada bajo un cerezo. Había sido envenenada con litio. ¡Qué ciega había estado!
Le pregunté a la paciente lectora: “¿Ha sido García?”, dije indicando con los ojos.
Solo lloró.
La creí; su tono y su mirada no me hicieron dudar.