Hielo fundido
ANTONIO DE TORRE ÁLVAREZ | Schreiber

Peter contemplaba absorto la curiosa forma que iba adoptando el hielo de su whisky al fundirse con el líquido. Desde su perspectiva, distinguía la figura de una calavera. Su mente le hacía imaginar unas pequeñas oquedades que modelaban los huecos de la nariz y los ojos. No quería remover demasiado el trago, pues le parecía una cruel ironía que surgiera una visión así ocupando el fondo del recipiente, justo después de perpetrar aquel crimen y servirse esa copa del mejor destilado de su víctima, sin abandonar el despacho donde se desangraba su ya antiguo socio.
Estaba tranquilo. Jamás podrían asociarlo con esa muerte en aquella finca aislada de las afueras de Portland. Había llegado en bicicleta, camuflado con casco, gafas y un cubrecuello que ocultaban su rostro. Pedaleó ese día por la zona, y solo se encaminó al lugar cuando supo que Alex MacInnes se quedaba solo.
Peter aprovechó que toda la familia del empresario se iba de viaje mientras él tendría que esperar un día más para unirse. «Temas del trabajo», le había dicho a su mujer.
El asesino en ciernes estaba informado de todo esto con puntualidad, pues le telefoneaba cada poco rato, o le dirigía mensajes de Whatsapp con esos «temas del trabajo», durante los descansos de su ruta hacia el destino planeado. Le contaba a su futura víctima que estaba en Boston, visitando a clientes, sin pasar por la sede. Llegaba incluso a reprocharle con humor la envidia que le producían esas vacaciones a Hawaii, tras adquirir el gigante biotecnológico GentiK, Inc. A pesar de ello, Peter apreció cierta tensión en su voz que no le cuadraba.
Llegada la noche, Peter aplicó su conocimiento de la enorme casa para acceder por una portezuela exterior que conducía al sótano, siempre abierta sin cerrojo. Solo lo sabía él, como socio de confianza absoluta de Alex.
Estaba a minutos de deshacerse de quien había entorpecido su enriquecimiento en la empresa, discreto rival desde los tiempos de la facultad. Estaba a pocos metros y un disparo de cumplir su sueño de presidir toda la compañía.
Peter ejecutó a la perfección el plan urdido, sencillo y eficaz. Llegó al despacho —en el último minuto le consultó unos datos para forzarlo a estar allí— y cuando estuvieron en esa sala se aproximó a él y le disparó en la sien derecha con la misma automática que un día le regalase el mismísimo Alex. Después, colocó el arma en la mano derecha del cadáver.
Solo quedaba largarse… pero decidió tomarse un whisky y disfrutar del momento. Eso no estaba planeado.
El hielo terminó de derretirse. Cuando el vaso se hubo vaciado, tuvo que frotarse los ojos para confirmar que no tenía la vista nublada. En la sombra, creyó haber visto pasar veloz la silueta de un joven reflejada en un espejo del despacho, a través del cristal del vaso que acababa de apurar. Oyó una puerta cerrándose y una sirena policial ululando.
Peter se haría con la empresa pero acababa de fundir su libertad.