HORAS EXTRAS
ESTEBAN CAMP MIQUEL | LUSJI72

Las bisagras chirriaron al abrirse la puerta, y el muchacho ni se inmutó cuando en el marco se dibujó a contraluz la silueta del inspector Peláez. Sus miradas se cruzaron por un instante, el tiempo suficiente para que un sexto sentido pusiese en alerta al zagal, a quien instintivamente se le tensó el cuerpo en la silla en la que llevaba un buen rato repanchingado.
El inspector era toda una eminencia en el cuerpo de policía por sus artes de interrogatorio. Técnicas que había aprendido gracias a una beca Fullbright que le permitió estudiar un Máster en Psicología criminal en la Universidad de Washington, lo que le abrió de par en par las puertas de la CIA, donde pasó más de dos años formándose y aprendiendo de los mejores.
Sabedor de que en este tipo de situaciones marcar los tempos es crucial, el detective se adentró lentamente en la habitación. Sin decir ni una palabra empezó a remangarse las mangas de la camisa con toda la tranquilidad del mundo. Puso sobre la mesa las esposas, la cartuchera y su bloc de notas. En un rápido e inesperado movimiento encendió el flexo, dirigiendo la luz directamente a la cara del rapaz, cuya frente estaba sembrada de perlas de sudor y que, en un acto reflejo, alzó las manos para proteger sus ojos del cegador halo.
La voz grave y profunda del interrogador retumbó como un trueno en la pequeña estancia: “¿Dónde has conseguido el chocolate?” preguntó apoyando los nudillos sobre la mesa y dejando caer su cuerpo hacia delante, quedando su cara y la del chico a escasos milímetros de distancia. Éste, totalmente apabullado, fue incapaz de articular palabra.
El inspector Peláez se incorporó estirando los brazos con las manos entrelazadas, haciendo crujir su espalda: “Esto lo podemos hacer fácil o difícil. Dame un nombre y podrás irte. Sigue callado y nos pasaremos aquí todo el día. Tú decides. Te lo preguntaré por última vez. ¿Quién te ha pasado el chocolate?”. El asustado mozo tragó saliva, y sabiéndose un Judas delató con un hilo de voz a quien se lo había proporcionado: “El abuelo”.
Al inspector se le dibujó una sonrisa victoriosa en el rostro, y hundió su mano en el pelo del crío, agitándolo cariñosamente: “Mira que le tengo dicho que no os de nada antes de comer. Anda, ve a lavarte las manos y quítate el cacao de la comisura de los labios, que la mesa ya está puesta. Luego hablo yo con él. Y de esto ni una palabra a mamá… ya sabes que no le gusta que me traiga el trabajo a casa”.