Fue la vecina del 2º la que encontró el cuerpo de Gloria en el rellano de la escalera. Dicen que aún sujetaba entre los dedos las llaves de su piso, en el que llevaba viviendo humildemente más de 50 años. Nunca tuvo una vida fácil, o eso afirmaba siempre mi madre, con quien compartía intimidades en el portal cada vez que se cruzaban.
En poco más de 40 minutos desde la primera llamada a los servicios de emergencia, el cuerpo de Gloria, cubierto por una sábana, atravesaba por última vez ese mismo portal que tantas veces le había servido de refugio íntimo. “Todo apunta a que ha sido una caída común”, escuché comentar a uno de los agentes. Se decidió no investigar, aún tras comprobar que la salud de Gloria era excepcional, y que no existían antecedentes de caídas en su informe médico.
En pocas semanas comenzaron en el antiguo piso de Gloria unas obras de reforma que duraron menos de tres meses, y aún flotaba el polvo de escayola en el rellano cuando colgaron el cartel de “se vende”. No podía ocultar mi intriga cuando mi madre, mientras rebozaba unos pedazos de merluza, comentó sin mucho asombro que “seguro que la venden carísima esos sinvergüenzas, con lo barata que la compraron”. Me explicó que Gloria había decidido vender su piso con usufructo hace casi un año, animada por la inmobiliaria del barrio. Le prometieron poder seguir residiendo en él a la vez que recibía unos ingresos extra, una tranquilidad financiera de la que poco tiempo pudo disfrutar.
Decidí acercarme a la inmobiliaria para preguntar por el piso recién reformado. Mi madre acertó con su intuición respecto al nuevo precio, y mientras ojeaba el catálogo de pisos pequeños e insultantemente caros, se me ocurrió decirle que mi abuela estaba interesada en seguir los pasos de Gloria, “en cuanto a la venta del piso, no a su caída” bromeé con fatal gusto. En seguida me comentó que el mismo inversor que había adquirido el primer piso estaba interesado en hacerse con más propiedades en la zona, y accedió a ponernos en contacto.
Como en realidad solamente quería conocer quién había comprado el piso, puse una mala excusa para citarnos en un bar y no tener que enseñarle ninguna casa. Era un señor de los de toda la vida, un hombre hecho a sí mismo como le gustaba hacerse llamar. Gomina en el pelo, abrigo barbour y náuticos algo desgastados. Sus padres habían huído de un pueblo de Las Hurdes, y él encontró un filón en la construcción. Me percaté de que no trataba de ocultar su satisfacción por acceder al piso de Gloria antes de lo esperado. “Yo la suerte me la gano, y los inquilinos me duran poco”, comentó bravucón mientras me miraba disimuladamente el escote. Dejé la cita con un regusto amargo en la garganta, una sensación de desesperanza creciente, y al abrir la puerta del portal, lo entendí todo.