El abogado citó a la familia Clarines en su despacho a las cinco de la tarde por orden expresa de su cliente.
Todos acudieron puntualmente a la cita: el marido octogenario, la esposa vestida de riguroso luto y un hijo, Julián, el ojito derecho de la madre. Del otro hijo, no habían tenido noticias suyas desde que desapareció cuando aún era un niño. No volvieron a saber nunca más de él.
El abogado tomó asiento.
Se presentó como Asensio y les dijo que tenía una carta del hijo desaparecido dirigida a ellos. La familia se miró sorprendida, lo creían muerto.
Comenzó a leer con voz firme:
“Os he citado aquí para revelaros que no estoy muerto. Sí, no os extrañéis.
Hoy, vais a conocer qué sucedió aquella noche. La policía archivó mi causa por falta de pruebas, sin embargo, ahí, entre vosotros, hay una persona que sí conoce la verdad.
Aquella noche mamá me llevó a la casa que había heredado a las afueras del pueblo. Por su proximidad al cementerio, nadie tenía la valentía suficiente para visitarnos. Se murmuraba que en la casa habitaban fantasmas. Yo no quería ir allí pero me obligaba a acompañarla. Llevaba muchos años cerrada: la puerta de entrada se había descolgado del ala derecha y en el salón, una parte del tejado, había caído al suelo. El olor a rata flotaba en el ambiente.
Yo lloraba aterrado mientras tiraba de su mano suplicando que nos marcháramos pero ella la soltaba con brusquedad: era una completa desconocida. Tras cruzar el umbral, continuamos andando por un largo pasillo hasta llegar a una puerta. Mamá tiró de la manivela y penetramos en un camino estrecho de cipreses. La oscuridad era densa, la noche helada, no se veía prácticamente nada. Nos detuvimos ante un montículo que sobresalía del suelo, me elevó en peso y me hizo bajar por una escalerilla, que luego retiró, a una especie de sala rectangular y alargada, con distintos compartimentos en cada una de las paredes. Era el lugar en el que me castigaba con frecuencia por haber sido un niño malo.
Ella se marchó y me dejó allí encerrado con mi pantalón empapado de orina. De pronto, comencé a oír unos llantos. Estaban descorriendo el techo. Miré hacía arriba y vi cómo las cabezas de un grupo de personas desconocidas se agolpaban, chocando unas contra otras, mirando hacía abajo: lloraban, gritaban, gesticulaban… pero no me veían, allá encorvado al fondo. Alguien empezó a cantar misa en un susurro. Guardé silencio para que no me descubrieran. Extendieron unas gruesas cuerdas y bajaron un ataúd sobre el que arrojaron flores. Eran crisantemos. Fue todo muy breve. Se despidieron y se marcharon.
Pero el enterrador se olvidó de cerrar el techo completamente. Era mi oportunidad para escapar. Escalé poniendo los pies sobre el ataúd, retiré la lápida y hui aterrado del cementerio.
Para no volver nunca más.
Y comenzar una nueva vida, con otra identidad.
Hoy me llamo Asensio.
Y soy abogado”.