Se deslizaban sin rumbo surcando olas de color vino, que rompían en la proa haciendo que la vieja madera se quejase. Las nubes se habían disipado y la luna brillaba ahora sobre las velas. En el camerino sólo dos siluetas charlando, recortadas contra el mar estrellado. Eran una pareja joven, ella elegante y él con dos botones de la camisa desabrochados. Las luces de la ciudad de La Habana eran pequeños puntos distantes, una suerte de firmamento artificial. El cadáver reposaba, mudo, sobre la cubierta. Su sangre caliente teñía discretamente los ajados tablones. Los enamorados debatían sobre cómo deberían lanzarlo por la cubierta para que no se enganchara a las redes del barco. Ella había visto una película de Alain Delon dónde pasaba tal cosa, él se tomaba en serio sus observaciones. Era una noche de primavera y el sol estaba a punto de salir.
Para cuando la ciudad comenzaba a despertar la pareja y estaba atracando el barco en el muelle. Tomados de la mano tomaron una calle adoquinada hacia el centro. Él había leído en un libro de Dostoievski que lo más duro del crimen era guardar el secreto, y ella le había prometido que entre ellos lo podrían comentar tantas veces como quisiera, y que la culpa jamás los corroería en silencio. Llegaron al cabo de un rato a la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced, que siempre les alegraba la vista en sus paseos. Al entrar todavía no había nadie más. El joven caminó al frente y se sentó en el primer banco de todos, delante del crucifijo. La chica entró al confesionario.
-Padre, escúcheme. He pecado – dijo con voz monótona.
– ¿Otra vez tú? – respondió el padre Cristóbal.
La chica le contó sobre el viejo, que siempre había sido tan malo con todo el mundo a su alrededor. Que le habían matado y robado, que el cuerpo yacía ahora lejos de la costa bajo el mar. El padre les encomendó unas oraciones, que el joven ya llevaba rezando desde el momento en el que se sentó, al haber previsto la situación. Con el tiempo que le había sobrado se había puesto a recitar las de su amada también. La pareja abandonó la iglesia todavía a tiempo de desayunar. Ya sentados en la terraza de un bar con su zumo de naranja, el chico hizo una pausa y apagó el cigarrillo que estaba fumando.
-Creo que mañana me compraré los zapatos – dijo él.
– ¿De qué color? ¿Negros? – dijo ella.
-Sí. – calló y se rio para sí – Aunque ahora que lo pienso he dejado unas cuantas huellas de sangre en la iglesia, sobre negro nunca se distinguen bien la sangre.
-Cristóbal lo limpiará – replicaba ella entre risas.
-Jaja.
-Ja.
-Me encantan los católicos – aseguró él.
-Amén – concluyó ella.