Nada más abrir la puerta de la habitación, supo que había alguien. No tuvo que comprobar si el pedacito de cartón que siempre dejaba en la ranura seguía en su sitio, no le hizo falta. Demasiados años buscando almas en habitaciones sin vida hacían de ella la mejor sabuesa de su equipo. Aunque de aquello habían pasado siglos.
Cabeza fría, se dijo. Aún podía seguir dentro. Mientras escaneaba el cuarto se le ocurrieron varios nombres de enemigos que se había ido ganando y de intrusos habituales en casas ajenas. Podía descartar el asesinato sin tan siquiera llegar al baño, la habitación quedaba frente a la recepción (en otra vida nunca habría aceptado una habitación así), al llegar dejó claro que iba sola, habría llamado la atención que entrara otra persona, y la limpieza se había hecho antes de su llegada.
Se fijó primero en la ventana cerrada con la cortina levemente pinzada en las esquinas, tal y como la había dejado al irse. En la moqueta roída los cambios de color por los años, la lejía y prefería no pensar qué más, no marcaban más pisadas que las suyas. La cama hecha, con una chocolatina caducada en el centro de la almohada. Su maleta cerrada sobre la mesa astillada, bajo la mochila y milimétricamente al borde. No se dejó dominar por la calma, todavía no. Ella era buena, o lo había sido, pero los malos conseguían ser mejores. Bruscamente se tiró al suelo, aterrizando sobre las manos. Nada bajo la cama, solo alguna pelusa del tamaño de una rata y un pañuelo usado.
Se incorporó sigilosa, todavía prudente. No se oía nada más que los ruidos de la entrada, y voces que cuchicheaban desde la recepción, desde donde perfectamente se apreciaba su moño canoso rozando el suelo. Pero cerrar la puerta hubiera sido un error de novata, aunque ya se ocuparía de poner a salvo a los mirones, si llegaba a hacer falta.
Apoyando suavemente las punteras de las botas se fue acercando a la puerta del baño sin dejar de barrer con la mirada, más por costumbre que por duda. Bajó el pomo muy suavemente, y de un empujón hizo chocar el otro extremo con los azulejos. De nuevo, nada. Ni siquiera se había movido el papel del borde del vaso, a pesar del portazo.
Digna y tranquila, volvió sobre sus pasos y cerró la puerta a los curiosos que ya asomaban media cabeza. Agotada, se dejó caer en la cama. ¿Había fallado su instinto? Entonces fue cuando notó el calor de la colcha, justo en el centro, como si alguien hubiera estado sentado segundos antes.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y muy bajito, casi para su cuello, susurró durante horas.
“Cariño, soy mamá, ¿sigues aquí? Puedes decírmelo. Te echo mucho de menos. No estoy enfadada, cariño. Sé que no me hiciste caso cuando te pedí que no salieras del coche, pero ya te he perdonado. Ven a verme cuando quieras, siempre te voy a estar esperando”.