Jacques
Jose Ramón Villaverde García | jose ramón villaverde garcía

El atardecer en la playa resultaba embaucador y apasionado. Parejas, grupos de amigos y familias se tumbaban en la arena para participar del rito de la purificación que supone cualquier puesta de sol. La brisa salina del mar abría espacios que el asfixiante calor se empecinaba, constante, en sellar. El sonido de las olas al fenecer en la orilla, a veces imperceptible y otras estruendoso, cincelaba una cálida tarde de verano en una playa cualquiera.
Suena contradictorio que, esa misma playa, meses atrás, resultara fría y distante al ser adormecida bajo el influjo del manto del invierno. Además, es probable que esas tranquilas y confiadas sonrisas se transformaran en lejanas u hostiles si quizás y solo es un quizás, alguno de los allí congregados aún recordara que, justo allí, tuvo lugar un hecho espeluznante. Alguien, en cambio, sí lo recordaba. Tatuado en su piel, desde aquel momento, le perseguiría para el resto de sus días.
Jacques era uno de esos franceses nómadas que un día cayó hipnotizado por la magia del sol. Incapaz de recordar el tiempo que llevaba trabajando en el chiringuito sí podía, en cambio, poner nombre a familias enteras a las cuales había servido y por supuesto, casi criado. La playa no era solo su casa, su universo, mejor dicho.
Pero un día todo ese mundo se resquebrajó. Alguien mancilló su oasis espiritual y lo pervirtió de por vida. Ahora su mirada vagaba perdida y meditabunda. Huía de todos y sobre todo de los turistas, esos a los que él siempre tildó como su verdadera familia.
Le gustaba bajar al amanecer y mientras limpiaba y montaba el chiringuito, ver cómo los últimos barquitos de pescadores recogían sus nasas. Respirar el primer aire salino de la mañana le recargaba de energías.
La puerta que daba al pequeño almacén estaba entreabierta. Siendo anormal el hecho se puso en alerta. No habían sido muchas las ocasiones en las que le habían intentado robar, la última quizás tres años atrás, así que tomó precauciones. Cogiendo el palo de la fregona abrió, cauteloso, la puerta.
Sus ojos se encontraron, unos de sorpresa, otros colmados de miedo y temor. Tras la sorpresa el intruso se puso en guardia y su cara mutó a indómita locura. En una mano sostenía una raída bolsa de deporte y en la otra, restos de comida. Jacques, asustado y sin pretenderlo, flanqueaba la puerta lo cual provocó que el otro se sintiera atrapado. Alucinado se lanzó buscando salida.
Además de cruenta la lid resultó fatal. El palo de la fregona había quedado roto y ahora parecía un fino estilete. Un nuevo embate. Con estrépito, el intruso se lanzó a por Jacques. Defendiéndose, enfrentó su palo contra su pecho y no pudo evitar que quedara empalado sin remedio.
La sangre llenaba los espacios, la sangre impedía la respiración, la sangre acogotó su vida para siempre. Un policía llegó el primero y no pudo más que abrazar al viejo camarero.