Jenkins
Gustavo Mateos Santos | hav3fun

Jenkins miraba absorto a través del vaso de bourbon, que descansaba sobre su mano derecha. La mirada perdida y el pensamiento enredado, lento, denso como su bebida. Recostado sobre el respaldo de su silla -que siempre parecía estar a punto de ceder-, con los pies apoyados sobre la mesa, y la otra mano cerca de un cigarrillo que aún humeaba, en equilibrio sobre el borde de un cenicero. Cenicero que por demás rebosaba ya con las colillas amontonadas durante las últimas horas. La atmósfera de ese despacho cerrado y lleno de humo y preocupaciones no podía ser más turbia.

Solo una semana había transcurrido desde que aceptó el caso, pero ya había perdido la cuenta de las veces que se había arrepentido. Su instinto le había dicho a gritos que no lo aceptase, y nunca le había ido mal haciendo caso a su instinto, no en vano es el arma más valiosa de un detective. Esta sería la única vez que aceptaba un caso contraviniendo los consejos de esa voz interior. Y las consecuencias iban a ser fatídicas.

Pero no fue el dinero lo que le convenció -si bien es cierto que los emolumentos que había percibido excedían con creces su tarifa habitual, y que los había cobrado en su totalidad por adelantado-, sino aquella seductora sombra, proyectada sobre la pared de su oficina, y el misterio detrás de la mujer a la que pertenecía.

Aquella tarde lluviosa -lo recuerda perfectamente-, ella se presentó a la hora en que él solía cerrar el despacho para visitar el mugriento bar de la esquina, donde pasaba las últimas horas de la jornada bebiendo y fumando, en un fútil intento de no llevarse a la cama las preocupaciones de su trabajo.

La mujer entró al despacho, cerró la puerta tras de sí, avanzó un par de pasos y permaneció de pie, oculta en la penumbra del lóbrego despacho. Jenkins no veía otra cosa que su silueta en la pared. Comenzó a hablar, con voz profunda y pausada cadencia. Como si de un encantamiento se tratara, mientras ella hablaba, y su sombra se contoneaba sutilmente en la pared, él iba sucumbiendo al oscuro hechizo, al tiempo que apagaba el interruptor de su voz interior, que en vano le instaba a echar a esa mujer de allí sin escuchar una palabra más. Cuando la mujer terminó de hablar, dejó un sobre lacrado en un mueble junto a la puerta y salió, dejando tras de sí nada más que el eco de sus tacones al alejarse.

Y ahora, una semana después, recostado sobre su silla, con la mirada perdida, lo único que Jenkins podía hacer era consolarse por unas horas en la engañosa solaz del alcohol y el tabaco, mientras esperaba su fatal destino. Esa misma noche estaría muerto, y aunque no conocía la identidad de su ejecutor, en el fondo era consciente de que su auténtico verdugo había sido aquella sombra de mujer en la pared.