En ese instante, en mi cabeza se agolpaban todo tipo de recuerdos y pensamientos, pero, sobre todo, triunfaba el amargo sabor del arrepentimiento por haber tomado la decisión que me había conducido hasta donde estaba. Habían sido semanas de sospechas y suspicacias, que finalmente se habían convertido en certezas, a pesar de la incredulidad de todos. Ni familia, ni amistades, ni los vecinos más allegados atendieron mis repetidas súplicas de ayuda.
“Pasa página”, me decían, haciendo referencia a mi reciente jubilación como comisario de policía. Apenas habían transcurrido seis meses desde entonces, cuando la rutina ya se había instalado en mi vida. Los más cercanos dudaban de mi capacidad para adaptarme a ella, teniendo en cuenta mi fama de sabueso para detectar los delitos más inverosímiles. Y sí, me cuesta reconocer que mi pasado profesional seguía latente, algo que procuraba evitar cuando me percataba de mi exagerada atención en cualquier asunto posiblemente sospechoso.
Quizá mis facultades no fuesen las de antaño, pero mi instinto me decía que algo ocurría en la casa de un vecino, junto a la cual solía pasar cada mañana en mis habituales caminatas. Aún resonaban en mis tímpanos aquellos gritos descarnados que me habían sobrecogido más de una vez. Como siempre, mis comentarios en casa eran ignorados: “mi papel de investigador había llegado a su fin”. El citado vecino, que hacía pocas semanas que ejercía como tal, se había ganado la confianza tanto del vecindario como de los comerciantes. ¡Qué buena gente es Don Ricardo!, se escuchaba siempre de él cuando cargado de bolsas, tomaba el camino de vuelta a su chalet adosado. Con su aire despistado, desde luego su aspecto no encajaba con el de un presunto asesino en serie.
Sin embargo, la curiosidad ganó a la prudencia, y una mañana aparentemente tranquila me decidí a recuperar mis no tan lejanas aptitudes de fisgón de categoría. Así que sin pausa me presenté en casa de Don Ricardo. Tras mi presentación como vecino de proximidad y los protocolarios saludos, me sentí más relajado cuando me ofreció asiento y café recién preparado. A pesar de ello, todos mis sentidos permanecían alerta, intentando escudriñar cualquier resquicio en el que detectase indicio alguno de criminalidad. Pero el hogar de Don Ricardo resultaba de lo más acogedor.
Acomodado en un confortable sillón, intentando olvidar mis probablemente infundadas sospechas, fue cuando el tiempo se detuvo. Apenas pude reaccionar al ver su imagen tras de mí, reflejada en la vitrina de enfrente tras la cual lucían elegantes figuras de porcelana inglesa. Mi grito mudo quedó envuelto en una bolsa de plástico en la que intentaba en vano aspirar mi última bocanada de aire. Mil secuencias desfilaban delante de mí entre la bruma del vaho: mi familia, mi temeridad y mi ya definitiva jubilación, no de comisario, sino de la vida misma. La última imagen, la sonrisa de Don Ricardo reflejada en el cristal, y el título ya desvanecido de “Frutas Martínez” impreso en el plástico asesino.