–Hazme caso y no dispares. –El inspector Sierro intentaba no hacer ningún movimiento brusco–. Te vas a arrepentir toda tu vida.
–Hace mucho tiempo que tomé esta decisión. Te agradezco que me quieras ayudar. –El hombre le dedicó una sonrisa–. Pero ya es tarde para mí. Detenme y llévate los honores.
–No quiero los honores. Quiero que sueltes esa pistola. Voy a ir despacio –dijo el inspector mientras tiraba su pistola al suelo–. Si quieres apretar el gatillo, tendrás que hacerlo dos veces.
–No me obligues a hacerlo. Sabes que soy capaz.
–Lo sé. Y tú sabes que no me importa morir así. Yo seré un héroe y tú te pudri-rás en una cárcel por el asesinato de dos personas, una de ellas policía.
–Yo, al menos, podré leer. Y veré como tu familia llora. Te gusta imaginártelo, ¿verdad?
–¿A qué te refieres? –El inspector se acercaba un poco más al hombre.
–Imaginar tu entierro. Que todo el mundo sufra y seas el más querido. Te exci-ta que la gente llore por ti.
–Estás mal de la cabeza.
–En el fondo, sabes que tengo razón. Y eso es porque eres un cobarde y quieres huir. No tienes coraje para enfrentarte a la vida. Y, mucho menos, para sui-cidarte. Por eso, recurres a mí.
El inspector echó un vistazo al parque. Una pequeña farola era lo único que iluminaba el banco dónde se encontraba el hombre. A escasos diez metros, estaba él. Sin desviar la mirada, se tocó el bolsillo y comprobó que estaba su teléfono. Lo desbloqueó de manera sigilosa y pulsó el botón de llamada. Quería compartir aquel momento con alguien.
–Estás a tiempo de parar todo. Suéltalo y dejaré que te vayas.
–Sabes que esas mentiras no funcionan conmigo. La suerte está echada, ins-pector. Tú decides si prefieres una o dos víctimas.
Sin pensarlo, se abalanzó contra el hombre para desarmarle. Fue más rápido que él y soltó una patada que le impactó de lleno, dejándole dolorido en el suelo.
–No aprendes. ¿Creías que un movimiento sorpresa iba a acabar con todo? Ese truco lo usabas cuando eras pequeño.
–Ya me tienes a tu disposición. Juraste que, si alguien me disparaba alguna vez, serías tú. ¿Qué te frena?
–Nada. Pero antes quiero saber cómo me has encontrado.
–Eres bueno en muchas cosas, pero no vales como secuestrador. Dejaste mu-chas pistas.
–Gracias por la aportación.
–Sabes que descubrirán lo que hiciste y te perseguirán.
–No darán conmigo. Eso sí lo tengo bien planeado. Además, tú eres el que más vale de todo el cuerpo.
–Mátame. Pero suelta al que tienes ahí atado.
–Ese hombre merece morir y nadie podrá salvarlo. Me das más pena tú.
–Si lo vas a hacer, termina ya con esto.
El hombre cogió la pistola con su mano derecha y apuntó a la frente del ins-pector.
–No le digas a mamá que fuiste tú.
El sonido del disparo resonó en todo el parque. Los últimos segundos del ins-pector fueron, sin duda, los más tranquilos de su vida.