Desde que entró en el bar aquella tarde de octubre, supe que venía a por mí. No era el tipo de hombre que frecuentaba tugurios como éste. Altivo, con mirada chispeante y profunda. Elegante y discreto. Aunque lo más llamativo era que parecía buscar algo. Aquí, nadie busca nada. Desde la puerta, hasta que pidió un vodka con tónica, no dejó de escudriñarme. Por un lado, me sentí halagada, pero por otro, me reconocí con ira. Ese sureño, indiscutiblemente policía, había venido a investigarme.
Era última hora. Al llevarle su vodka me ofreció que le acompañara. Lo hice. Era atractivo. Yo me sentía sola. Siempre estoy sola. Para mi sorpresa, me habló de su vida vacía y rota, mientras fumaba con caladas eternas. No pude evitar entrar en ese juego. Le hablé de mí. Del laberinto donde escondía una existencia infeliz. Con un padre y un marido que me forjaron. Me centré precisamente en la parte que él no quería investigar. Al final de la velada descubrí su mano sobre la mía. Era cálida. No la había sentido llegar. La mantuve ahí, arropada, hasta que de manera inesperada se levantó y se fue.
Quizás sintió miedo de él mismo. Quizás de mí.
Volvió otras noches. Siempre se producía la misma liturgia. Nos sentábamos con dos vodkas. Me relataba cosas que necesitaba contar. Era feliz haciéndolo. De vez en cuando hacía preguntas relacionadas con lo que sí había venido a indagar. No le apasionaba hacerlas, pero tenía que formularlas. Le respondía como si no supiera porqué las hacía. Hasta que descubría su mano sobre la mía y ese brillo en los ojos que los hombres no saben disimular. Súbitamente se levantaba y se iba.
Le pesaba demasiado quién era y qué sentía.
La primera noche de noviembre fue diferente. Comenzó igual, pero me anticipé y le cogí con mis dos manos la suya. No esperé a que me preguntara. Le hablé de mí lo suficiente para que intuyera que era a mí a quien buscaba. Lo hice con lágrimas fingidas en los ojos. Intentaba que construyera razones para absolverme. Se quedaba en silencio mientras hundía sus dedos en mis manos. Sus ojos creían entrar en los míos. Me divertía. Como siempre se levantó de repente, pero esta vez no se fue. Me propuso tomar la última en mi casa. Fue su sentencia exculpatoria, pensé. Y acepté, claro. Cuando llegamos, hubo una copa más. Por insistencia mía. Nos quitamos la ropa con júbilo e hicimos el amor. Fue bonito, pensaría. Su rostro tenía una mueca absurda de felicidad. El efecto de la droga ya había hecho efecto. Era mío.
• Sé lo que has hecho. Lo mismo que le hiciste a los otros. Pensé que yo sería distinto. – me dijo aturdido.
• ¿Por eso has subido? ¿Te creías diferente? Todos lo piensan- sonreí.
• He subido porque no he podido evitarlo. No tenía nada que perder. Me he descubierto queriéndote.
• ¿Sabes lo que te va a pasar ahora?… ¿verdad? – pronuncié sin piedad.